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Arrestos creadores al inicio del día

Cierto día, apenas despuntó el sol, como de costumbre salí al patio de mi casa para fumar el primer cigarrillo de la jornada y regalonear con Princesa, mi mascota.

Princesa es una perrita tan cariñosa que se parece a los escasos ejemplares de esta subespecie en los seres humanos. Tanto que he llegado a pensar que ciertos animales, sobre todo los domésticos, por la sola viveza y ternura de sus ojos, en el imaginario divino son criaturas únicas e irrepetibles en su dignidad, como el hombre.

Conmovido ante tal manifestación de cariño recíproco y de las bondades de la creación, me dije: “Princesa ya existe, ya es; por lo tanto, tiene el legítimo derecho a seguir siendo ella y no otra; y al mismo tiempo, oh contradicción, el derecho a ser, imaginariamente, la criatura que le hubiera gustado haber sido”.

Entonces, poniéndome en su caso, me oí decir en mi fuero interno: “En un acto magistral de taumaturgo, me atreveré a crear de nuevo a mi mascota. Haré de ella un modelo único de criatura, como un poema, de modo que sea ella misma y otra distinta, al mismo tiempo… Un poema que no sea mera copia del original, para que no se me vaya a acusar de plagio y se me condene a vivir eternamente en sequedad frente a la página en blanco”.

Así pues, respondiendo a este imperativo de mi genio interior, primeramente tracé el hábitat y las condiciones de existencia de mi criatura. Tendría, por ejemplo, el mismo derecho de su amo a dormir la siesta o a permanecer en vigilia; a quedarse o ausentarse de la casa cuando quisiera; a decir siempre “no” frente a los soberbios e inoportunos, y otras regalías propias de nuestra alicaída especie.

Después, ya inspirado, pasé a preocuparme de lo más llamativo de Princesa. Primeramente de sus ojos, aun cuando de estos hay casi nada que innovar. Así, pues, decidí hacerlos del rocío de la mañana, transparentes, con una mirada tan hermosa y mágica que pudiera más tarde encantar a los niños y regocijar a los ancianos.

Creé en ella una boca capaz de sonreír, como la de los humanos, pero cuya sonrisa no fuera equívoca o falsa. Y en la boca, una lengua que si más tarde aprendiera a hablar, no desmintiera su bondad perruna o se desviara del rol que le fue dado al hombre pero que este desestimó: hablar para bendecir o agradecer o perdonar.

Creé sus orejas, muy amplias, para que pudieran recoger el rumor del mundo y gozar de sus sutilezas, pero también capaces de desentenderse del ruido que distrae y perturba. Un oído que fuera sordo a las insinuaciones malintencionadas que se escuchan por doquier, sobre todo invulnerable a la Gran Insinuación, a la manera de la que la serpiente hiciera en el Paraíso y tan frecuente hoy en ciertos ámbitos: “Si comes del fruto de este árbol se abrirán tus ojos y serás como el hombre, con todas sus virtudes y debilidades”. Insinuación si no maligna, al menos engañosa.

En fin, de este modo y disfrutando de esta tarea imaginaria, fui creando los diversos aspectos de su ser perruno: narices, patas, rabo, pelaje…, que sería largo de enumerar.

Mientras todo esto imaginaba, Princesa, a mis pies y ajena a mis desvaríos, agitaba inquieta su cola esperando su primera ración de cariño: un mendrugo de pan, desestimado por su amo en la sobria cena de ayer. Frente a este requerimiento imperioso, sacudiendo mi cabeza y sonriendo, volví bruscamente a la prosaica realidad.

Entonces, para espantar la ansiedad de mis arrestos creadores, a todas luces frustrados, encendí de nuevo un cigarrillo, el segundo de la mañana, y procedí a beber mi primer vaso de coñac del día.

F. A. Ortiz C.

OvalleHoy.cl