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Chile, un país de identidad vaporosa

¿Qué pueden decirnos a los chilenos Max Weber, Carl Schmitt o Martin Heidegger? Bastante, si se cumple la siguiente condición: leerlos desde el Sur del Mundo y de manera crítica. Me parece inapropiado tratar de leerlos como si fuéramos moradores de Europa Central, siendo nosotros sudamericanos.

Lo digo con el afán de establecer un matiz con un sector de nuestro mundo intelectual que propende a omitir, deliberadamente, nuestras propias circunstancias. Tales intelectuales se asumen como ciudadanos europeos sin serlo. Es el patético drama de los transplantados y los manieristas. Esos personajes que fueron retratados y quintaesenciados en la narrativa de Alberto Blest Gana y en las crónicas de Joaquín Edwards Bello.

Los pisaverdes afrancesados de los siglos XIX prefiguran, con bastante antelación, a los anglófonos de las últimas décadas. Estos últimos tienen entre sus ancestros a Agustín Encina (el remilgado y esnob personaje de la novela Martín Rivas). Ellos viven y circulan entre nosotros. Peroran en las cátedras, pululan en los campus universitarios y se arrogan vocería y autoridad moral e intelectual en cuanto foro público hay.

Los herederos de Agustín Encina son seres narcisistas y egocéntricos. Cargan con una secreta infelicidad. ¿Por qué? Debido a que no pueden ser, por naturaleza, lo que pretender ser. Esto los convierte en seres patéticos, extraños, que tienen algo de caricaturescos. No construyen ni descubren su personalidad, sino que fabrican su propio personaje de manera artificiosa.

Pero la brecha entre la cara y la careta no es de costo cero. Por eso, son personajes que viven en perpetua fricción consigo mismo y con sus circunstancias. Son la versión chilena de Madame Bovary.

No rezuman amargura ni rencor, pero sí insatisfacción. En cierta manera no son hijos de sus padres, sino que de sus circunstancias. Esto los convierte en un fiel reflejo de la sociedad en que viven. Ellos, al igual que su sociedad, reniegan de su índole, ya sea porque no tienen una identidad definida o porque han perdido la que tenían. ¿Será este último el caso de la sociedad chilena? Concretamente, hoy en día, ¿qué significa ser chileno?

Tales personajes son, algo así, como un precipitado de la sociedad en que viven. Se trata de personajes que florecen en aquellas sociedades que tienen más de un alma. Especialmente, si esas almas no se avienen bien o no viven en paz. O dicho de otro modo: viven una guerra solapada y de baja intensidad, pero sin tregua.

¿Qué somos los chilenos: occidentales de segunda mano o europeos avecindados, por varios siglos, en el borde oeste del Cono Sur de América? Se dirá que somos descendientes de españoles y que por eso somos occidentales. A ello se objetará que pese a que España está geográficamente en Europa, desde el punto de vista cultural, sólo es europea desde hace aproximadamente un siglo. ¿Somos, entonces, amerindios españolizados o, por lo menos, mestizos occidentalizados? Otros dirán que somos parte de la civilización occidental, pero no de la cultura occidental, apelando a la célebre distinción de Oswald Spengler entre cultura y civilización. ¿Somos mestizos que renegamos de nuestras raíces indígenas y de nuestra herencia hispánica? ¿Por qué nos afanamos en ser un clon de las sociedades euroatlánticas? Pregunto una vez más: ¿Qué somos los chilenos?

En el pasado nuestra vida colectiva tenía, algunas veces, visos de drama; otras ribetes de tragedia. Éramos seres (colectiva e individualmente) trágicos, en algunas ocasiones y, en otras, melodramáticos. Pese a todo, nunca éramos lo suficientemente sinceros con nosotros mismos como para explicitar nuestros conflictos profundos. Nunca, o casi nunca, nos planteamos el dilema de Hamlet.

En Chile, no tenemos un Octavio Paz o un Leopoldo Zea que se pregunte, mutatis mutandis, en qué radica la mexicaneidad de lo mexicano. Ni tenemos las discusiones que tenían los intelectuales rusos del siglo XIX. Ellos eran pro Occidente o pro eslavistas; se preguntaban por el destino y la esencia de Rusia. En su literatura se trasunta ese dilema y la respuesta implícita al mismo. Por eso en ella encontramos, por lo general, a personajes occidentalizados que llevan vidas desdichadas. Así, por ejemplo, los arribistas insatisfechos (Vronsky y Ana Karenina); los intelectuales impostados (Bazarov y Speransky); los moralistas inmorales (Iván Karamazov y Stavroguin), etcétera.

De hecho, en Dostoiewsky la mayoría de los depravados han vivido en Occidente y, a consecuencia de ello, abominan de su carácter eslavo. En Tolstoi los oficiales del Estado Mayor del general Kutuzov hablan francés mientras Napoleón devasta su país. En Turguenev los seres moralmente febles y biliosos son aquellos que han renegado de sus raíces.

En Chile, actualmente, existen personajes caricaturescos, pero no dramáticos ni, menos aún, trágicos. Quizás ello se deba a que, hoy en día, no tenemos una identidad a la cual traicionar. En Chile no buscamos introspectivamente nuestra identidad. Más bien lo que realizamos es un esfuerzo frenético por apropiarnos de una identidad. Queremos ser un clon, no una imitación, del mundo euroatlántico. Un ejemplo emblemático de ello es el Redset y la Wiskierda y las sucesivas generaciones de Chicago Boys. También lo es una multitud de colegios que prometen educación bilingüe. Ellos hacen un pingüe negocio con los padres ansiosos de conquistar un estatus para sí mismos y para sus hijos. En circunstancias que ni los progenitores ni la prole suelen manejar con prolijidad la lengua materna.

El fenómeno de la identidad vaporosa es fácilmente observable en los sectores medios acomodados y, sobre todo, en los nuevos grupos de pudientes. No así, por el contrario, en otros sectores de la sociedad. Especialmente en los que aún persiste (aunque de manera herrumbrosa) algún dejo de tintura que todavía trasluce cierta identidad nacional.

Pese a que estos últimos grupos han padecido, de manera inerme, las sucesivas embestidas de un proceso de globalización que propende a diluir lo singular y adocenarlo todo. Asimismo, simultáneamente, han resistido la impetuosidad de una avasalladora ola de superchería, alentada, desde el interior, por un refulgente afán de mimesis.

Luis R. Oro Tapia*

* Doctor en filosofía. Autor del libro “Max Weber: la política y los políticos. Una lectura desde la periferia” (Ril Editores, Santiago, 2010).

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