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Lafourcade y el esquivo Premio Nacional de Literatura

Días atrás, husmeando entre mis libros más antiguos y más leídos, encontré uno que llamó inmediatamente mi atención: “El escándalo del padre Brown”, de Gilbert K. Chesterton, de la Editorial Andrés Bello, año 2006, con prólogo de Enrique Lafourcade.

El cumpleaños 90° del escritor chileno había suscitado mi interés por volver a leer sus obras y a encontrar en ellas lo que en las primeras lecturas pudo habérseme escapado.  Sin duda, Lafourcade había sido elegido atinadamente para la honrosa tarea de prologar un libro de Chesterton, ya que ambos escritores comparten  la originalidad del pensamiento, el gusto por la paradoja y el hecho de ser ambos agudos polemistas.

Chesterton fue un destacado y polémico escritor inglés que desarrolló su carrera literaria desde fines del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX. Su obra, según Lafourcade, responde a un “pensamiento exquisito donde señorean el humor al servicio de la crítica y la creatividad intelectuales”; pensamiento que busca “movilizar esas fuerzas escondidas del hombre envasándolas en paradojas, charadas, retruécanos, parábolas, reducciones al absurdo, etc., con el fin de evitar que la bestezuela dormida, áspera, mecánica, pavlovizada (condicionada, traduzco yo), que subyace en el hombre, impida que este dé un salto y descubra, una vez más, el maravilloso privilegio de que goza como ser humano: el pensamiento crítico”.

En sus memorias, al ver el mundo de la política de su época en Inglaterra, sin principios, cayendo de corrupción en corrupción, Chesterton dice: “Después de todo, el país más extraño que he visitado es Inglaterra: pero lo visité a una edad muy temprana y se me contagió un poco su extrañeza”. Nada nuevo bajo el sol: como ahora en Chile. A lo mejor, Lafourcade, en su fuero interno, alguna vez se vio contagiado por la “extrañeza” (o el repudio) que la realidad política en Chile pudo haberle producido. Realidad que a muchos chilenos, además de este sentimiento, nos produce otro de profundo malestar.

Nos recuerda Lafourcade que Chesterton fue un gran contradictor, y que uno de sus oponentes, tal vez el más destacado, fue el irlandés George Bernard Show. Contradictores ambos acerca del honor, de las cosas y asuntos más sagrados, delicados o esenciales. Todo esto guardándose los respectivos gestos de nobleza y respeto, y los sentimientos de admiración mutua. Lo que llevó a decir a Chesterton, refiriéndose a sus polémicas con el dramaturgo, que “es necesario estar tan en contradicción con él como lo estoy yo para admirarlo tanto como yo; y tanto lo admiro, que me enorgullezco más de él como enemigo que como amigo”. En esta declaración de Chesterton se corrobora una vez más la sabiduría del dicho popular: “nobleza obliga”, virtud que, en nuestro país, parece no existir o estar tan oculta que apenas se la percibe. Porque aquí en Chile, si no piensas como lo hace tu enemigo, adversario u oponente, eres repudiado, calumniado o vilipendiado; o si en cualquiera de las materias o asuntos, llámese política, arte o religión, no compartes la opinión de la mayoría o lo que está de moda en las élites, entonces eres un ignorante, un retrógrado o un palurdo.

No resisto a la tentación de citar textualmente a Lafourcade en su prólogo a “El escándalo del padre Brown”, presentación inteligente, medular, que parece haber sido escrita con la misma inteligencia y penetración con que escribía sus textos el mismo Chesterton: “En un mundo cosalista, minuciosamente adjetivado, donde los prestigios se alzan a partir de metalenguajes y eslóganes sobre la nada, la búsqueda de la sustancias sigue siendo el camino de la verdad. Nadie lo recorrió tan apasionadamente como Chesterton. Sólo comparable en su fuerza a León Bloy, a Charles Péguy, a George Bernanos, en Francia. (…) Chesterton nos trae oxígeno en un mundo contaminado…Fue, como pocos, creyente en el Espíritu. Devoto de El Libro, así, con mayúscula. Y adorador de Dios, ese otro gran libro siempre a la espera de que alguien lo abra y lo lea.”

Lafourcade, ahora que ya está anciano, viviendo en Coquimbo en su venerable  ancianidad, ¿habrá aprendido a adorar ese otro gran libro que está “siempre a la espera de que alguien lo abra y lo lea”, como él mismo dice? Yo pienso que sí, porque una inteligencia lúcida como la de él no puede sino estar abierta a lo numinoso, al misterio de lo sagrado,  y porque él mismo tuvo la lucidez de autodefinirse como un “un católico (un creyente, diría yo) en estado salvaje”, es decir, en estado no contaminado.

LAFOURCADE Y EL ESQUIVO PREMIO NACIONAL DE LITERATURA

La lectura del ensayo “El legado literario de Enrique Lafourcade”, del editor y escritor español Ricardo Baduell, publicado en el suplemento cultural Artes y Letras del diario El Mercurio (15/10), con motivo del cumpleaños número 90 del destacado y prolífico autor chileno, me permitió recordar mis lecturas de adolescente, cuando estudiaba mis Humanidades en el Liceo de Hombres de Ovalle, hace ya la friolera de 60 años atrás. Entonces, junto a la lectura obligatoria de los premios nacionales de literatura,  comenzaba a interesarme –guiado por mi profesor de castellano, don Carlos Araya- por los autores emergentes de la llamada generación del 50.

De estos, tuve acceso a narradores como Claudio Giaconi (La difícil Juventud), José Manuel Vergara (Daniel y los leones dorados), María Elena Gertner (Islas en la ciudad), y sobre todo, a Enrique Lafourcade, con dos novelas: Pena de muerte y Para subir al cielo, que a mí entonces me asombraron porque abordaban temas que, para un joven provinciano y conservador como yo, era algo desconocido y de un realismo impactante; y a dos poetas de la generación, decisivos también en mi formación literaria, asistemática en aquellos años: Jorge Teillier, con los poemarios Para ángeles y gorriones y Crónicas del Forastero, y Enrique Lihn, que publicaba La pieza oscura, su primer libro de poemas.

Años más tarde, en la Universidad, tuve la oportunidad de conocer a un excelente profesor y mejor amigo, don Eduardo Godoy Gallardo, quien, contagiándome su interés, me motivaría para conocer otros libros de Lafourcade y a otros autores de una  generación literaria que abriría las puertas a la renovación de la literatura en Chile, en la diversidad de sus géneros: narrativa, poesía, dramaturgia, crónica literaria.

De los autores de esa generación, José Donoso, Miguel Arteche y Efraín Barquero obtuvieron el Premio Nacional de Literatura, pero otros, tan buenos como ellos, han sido lamentablemente olvidados; me refiero especialmente a Jorge Teillier, poeta,  ya fallecido, y a Enrique Lafourcade.  Ingratitud que prueba una vez más que la forma en cómo están concebidos la convocatoria y otorgamiento del premio no hacen justicia al mérito ni a la trayectoria literaria.

Hay factores externos al objetivo del premio que lo impiden y que bien conocen los mismos escritores. Uno de ellos: la influencia de criterios políticos, no solo en la constitución del jurado, sino  en la valoración de la trayectoria del postulante. Enrique Lafourcade, un escritor políticamente independiente, polémico, crítico de la cultura y de la sociedad, no está entre los intelectuales preferidos del “poder” -cualquiera sea el nombre con que se manifieste-, hasta el punto de ignorar hasta ahora una obra narrativa reconocida ampliamente en el mundo hispánico.

F. A. Ortiz C.

 

OvalleHoy.cl