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Respetables Garras

Parecía una ilusión óptica, pero no lo era. Un pequeño gatito montés de muy pocos días de vida, había atravesado velozmente el camino de acceso a la zona de uso especial del Parque Nacional Fray Jorge, flanqueado por enormes árboles coloniales muy cerca de la antigua casona de la administración.

En un abrir y cerrar de ojos la diminuta y esquiva criatura se deslizó bajo el dosel de un ciprés, cuyas ramas más bajas se descolgaban desde el tronco principal, curvando con elegancia su compacta estructura siempre verde, hasta llegar muy cerca del suelo.

Cuando todavía no salía de mi sorpresa y mientras caminaba sigiloso tras los pasos del infante felino, un segundo gatito cruzó de improviso el camino y pasó por mi lado, desafiando mi presencia con su cola anillada, levantada en ángulo de noventa grados sobre su lomo y graciosamente erizada, como si se tratara de un inmejorable artefacto para limpiar botellas por dentro.

Al introducirme casi «gateando» por debajo del ramaje, descubrí la carcasa de un antiguo tronco caído ahuecado por la degradación natural. En medio de mi entusiasmo me pareció ver a una de las criaturas ocultándose en el leñoso refugio, pero una rama que se interponía entre mis ojos y el enorme tronco, no me permitían ver con claridad; rápidamente la aparté con mis manos para mejorar mi visión pero en ese momento mi creciente interés se convirtió en sobresalto…

Inesperadamente me encontré cara a cara con la protectora madre de las crías, que permanecía a poco más de un metro de distancia de mí, encaramada en uno de los extremos del tronco. Su sorpresivo resoplido saturó mis oídos perturbando mi ánimo hasta el extremo de contener por un instante todos mis movimientos.

Su indómito rostro felino, desplegó el más escalofriante gesto de advertencia, crispando los bigotes al contraer la piel de sus mandíbulas, mostrándome los afilados colmillos mientras emitía algo parecido a un gruñido gutural, que se coludía con la furia de su mirada para hacerme sentir la inquebrantable fuerza de su instinto de protección maternal.

Permanecí arrodillado, inmóvil, con la esperanza de que se alejara pero por el contrario, cada vez que abría sus mandíbulas y exhalaba ese sonido indescriptible, parecía que se acortaba la poca distancia que nos separaba. En ese momento tan decisivo se atropellaban en mi mente los recuerdos de relatos sobre encuentros directos con el gato montés, narrados por los veteranos guardaparques.

«Acorralar a un gato montés» – Decía Don José Carvajal – «Es mucho más peligroso que acorralar a un zorro, porque el zorro solamente se defiende con sus colmillos, en cambio el gato montés además de sus colmillos, se defiende con sus garras y ocupa las cuatro patas».

«Un gato montés acorralado, se sube a un quisco y no lo bajan ni llorando», decía don Héctor Daho, con gesto sonriente y palabras arrastradas. Por su parte el Administrador de esos tiempos, Alejandro Layana, comentaba sobre el episodio de un gato montés acorralado por dos zorros contra una pilastra del portón de acceso al parque; en esa oportunidad el gato permanecía parado sobre sus extremidades posteriores, como si fuera una especie bípeda, con su espalda apoyada en el pilar del portón y sus extremidades delanteras levantadas, con sus garras retráctiles desplegadas en espera de las embestidas de los zorros que lo acosaban. El gato se veía prácticamente intacto, sin embargo los zorros se notaban muy maltrechos por los efectos de la batalla.

Con todos esos datos en mi mente, decidí retroceder lentamente pero aunque suena fácil decirlo, en la práctica era muy complicado… al menor de mis movimientos la furiosa madre curvaba su cuerpo y erizaba su pelaje, intensificando sus resoplidos, aumentando mi temor de que diera un salto sobre mi cara.

En ese tenso momento me di cuenta que la rama que apartaba con mi mano era lo único que podía utilizar para interponer entre la intimidante felina y yo. De a poco comencé a soltarla para que volviera a su posición natural. Esa rama que un poco antes me resultaba un molesto obstáculo para observar a los pequeños gatitos, ahora me parecía demasiado inconsistente como para protegerme.

Luego de un par de minutos que se me hicieron eternos, logré ubicar la rama en la posición deseada, sin embargo la penetrante mirada felina se colaba entre las ralas hojas del ciprés, proyectando una energía tan potente que me hacía sentir demasiado vulnerable. La inquietante frialdad de su mirada, me hizo retroceder lentamente hasta salir del inexpugnable refugio felino.

Cuando por fin pude ponerme de pie, sin pensarlo dos veces me alejé rápidamente del peligro encarnado en esa abnegada madre, que en el afán de proteger a su descendencia, me dio a conocer la fuerza de su temperamento y el innegable poder de disuasión de sus respetables garras.

Mario Ortíz Lafferte

OvalleHoy.cl