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Para mí todos los días del año son el Día de la Mujer.

Creo que soy uno de los que con mayor autoridad podría referirse al tema en el país, un tema que cobra actualidad cada 8 de marzo: el Día de la Mujer.

De hecho estoy escribiendo algo con motivo de esta celebración.

–    ¿De qué estas escribiendo, papá? – pregunta mi hija mayor al verme afanado delante del computador.

–     De la mujer, hija

–    El, poh, el más mujeriego – ironiza a su vez la hija menor.

Interviene la Gorda, mi esposa, que pasa de aquí a allá poniendo la mesa para la comida:

–    Por qué no escribes mejor de los vehículos que pasan tan rápido por la calle. Anoche nomás atropellaron a un perrito un poco más arriba.

–    O de las peleas que hay cada noche frente a la botillería que está frente a la casa del Tata. No hay día en que no se agarran a piedrazos … – aporta la hija mayor.

Trato de volver concentrarme en el texto, pero se me ha escapado la idea.

¡Ah, el día de la mujer!, recuerdo. Pero no logro desarrollarla.

¿Los homenajes, los comentarios en los diarios, los actos conmemoratorios?

Pienso sin embargo en lo complejas que son las mujeres, por ejemplo cuando tratan de pagar en el supermercado con una tarjeta de crédito y olvidan la clave, pasan la tarjeta al revés una y otra vez, ante la mirada de impaciencia de la cajera y de las diez personas que esperamos en la fila detrás de ellas.

O cuando al subir al taxi colectivo le meten el dinero por las narices al conductor mientras este hace las maniobras para salir del paradero, con un ojo en el espejo retrovisor y el otro adelante: “Páguese joven, tome, páguese”, insisten.

También que cuando uno pone en el Facebook que, después de todo son tan “ricas” y “no podríamos vivir sin ellas”,  te empapelan con opiniones por tratarlas como un “objeto”.
O cuando te acusan de ser “machista benevolente” porque le cedes el asiento en el bus, le abres la puerta del auto, o les das el lado de adentro de la vereda cuando vamos por la calle. “Todos somos iguales, hombres y mujeres”, te dicen.

Pero es inútil. No recupero la idea original.

–    No hay caso, no me logro concentrar – digo en voz alta desalentado.

–    Podrías escribir que no me gustó el final de Señores Papis – interviene mi hija mayor, refiriéndose a la telenovela del Mega.

–    O de lo rico que está Selim en Elif. Está de comérselo con su barbita. ¿Por qué no te dejas barba, papá? .. – agrega su hermana.

La Gorda sin embargo calla, porque no quiere que sepan que apenas me duermo en la noche ve telenovelas chinas hasta las dos de la madrugada.

–    No son chinas, papá. Son coreanas – me ha corregido la nieta mayor, la quinceañera.

–    ¿Y cómo sabes? A mí me parecen iguales, chinos o coreanos..

–    No poh, papi. Fíjate, los coreanos tienen los ojos más parecidos a nosotros.

Es inútil.  No logro desarrollar la idea y temo que el artículo se me ha ido al cuerno.

En todo caso soy una autoridad en la materia porque en mi casa tengo seis mujeres, de todas las edades. Desde un año y medio, hasta cincuenta y tanto, y convivo con ellas las veinticuatro horas del día.

Sé lo que es el berrinche de una lactante cuando no le dan en el gusto, el llanto cuando no la puedes llevar al trabajo o las risas cuando se te sube en las piernas mientras almuerzas y te come la mitad del plato cuando minutos antes se ha negado a comerse el suyo; de los arrumacos de la nieta adolescente cuando estás en el dormitorio y se acurruca al lado a hacerte cariños. “¿Qué es lo que quieres?”, termino por preguntarle. “Nada papi… pero ahora que lo preguntas ¿tienes diez mil pesos para ir al cine con mis amigas?”.

El bulling de las hijas mayores porque estoy enamorado de la vecina de la otra cuadra y el mes pasado lo estaba de una profesora de la escuela de mi nieta. “Pelao fresco”, es lo menos que me dicen. O el enojo de la reina madre cuando al mediodía llego cargado con ocho bolsas desde el supermercado y ella, después de revisar, te reclama:

–    ¡Te olvidaste el vinagre!

–    Pero Gorda, traje todo lo demás!. Mira todo lo que traje…

–    Pero yo necesitaba el vinagre para el almuerzo!!.

Conozco todo de la mujer.

Y si alguien en este día necesita un experto para dar una conferencia puede llamarme sin problemas.

Sin darme cuenta me he quedado solo en la casa. Todas se han marchado a la casa de mi suegro y no volverán hasta la medianoche. Bueno, tal vez sea para mejor. A ver si ahora logro concentrarme en la idea.

Media hora más tarde,  de pronto me asalta una duda angustiante.

–    ¿Y si no vuelven? – me pregunto.

El sólo pensarlo me abruma. Es que, a pesar de lo complejas que son, uno no sabe si podría vivir sin ellas.

Tomo el teléfono y llamo:

–   Gorda… ¿a que hora dijiste que iban a volver, ah?

Mario Banic Illanes
Escritor

OvalleHoy.cl