Entro a comprar a una carnicería del centro y me atiende un joven que no he visto en otras oportunidades.
– ¡Que se le ofrece? – pregunta mirando hacia otro lado, casi con displicencia.
Mal comienzo, me digo. La regla número uno es que el vendedor debe tener siempre contacto visual con el cliente.
– Un kilo de osobuco – respondo, mostrándole la carne en la vitrina refrigerada.
De manera inmediata coge carne de un montón del lado de la que quiero y comienza a llenar la bolsa.
– Esa no. Osobuco, esa – le corrijo mostrándole la carne correcta.
– Ah, ya – dice, siempre displicente.
Vacía la bolsa y la llena de nuevo con una porción que me parece excesiva.
Luego la arroja sobre la balanza que da un precio de $ 4.900. Es decir, casi $ 1. 100 más de lo que vale el kilo que le he solicitado.
– Ahí está el osobuco. ¿Algo más? – pregunta comenzando a cerrar la bolsa.
Yo debería haberle hecho retirar el exceso pero pienso que en definitiva me servirá igual.
– No, nada más – digo.
Me ha molestado la actitud del joven.
Pero luego me voy por la calle reflexionando si tal vez ese muchacho aprenderá con los días de experiencia. Quizás un compañero más antiguo lo corrija, o a lo mejor el encargado del local lo capacite.
Voy más lejos aún, imagino que tal vez cuando sale cada tarde del trabajo al llegar a la población los amigos de la esquina lo molestarán:
– Jonathan, loco. ¡Y recién venih saliendo de la pega oye.
– ¿Y por doscientas lucas al mes? Nosotroh hacemo eso en una semana loquillo.
– ¡En menoh, poh! …
– ¿No venís esta noche con nosotroh , ah?
Y el Jonathan volverá a la casa pateando las piedras, mordiendo la rabia. Sus amigos pasándola chancho mientras él está trabajando en la carnicería. Pensando que quizás la Dayana termine aburriéndose de verlo sólo los domingos y le dé la patada y lo cambie por el Brayathan que todas las noches anda en un auto distinto.
Al final, pasada la molestia inicial, pienso que después de todo tal vez valga la pena pasar por alto la mala atención, y esperar que el muchacho de la carnicería soporte la presión social y continúe en la pega. Tal vez con los días aprenda y en unos meses más la remuneración aumente y decida permanecer en el trabajo. Tal vez.
Cuando llego a la casa dejo las compras sobre la mesa.
Minutos después escucho desde mi oficina a la Gorda, mi esposa, que reclama:
– ¡Tanta carne que trajiste! ¡Que te volviste loco, ah?
Me encojo de hombros, aunque sé que ella no me ve.
– Me la vendió el Jonathan – le respondo sin embargo.
Segundos después aparece su cabeza en la puerta:
– ¿Qué te la vendió quién, ah?
– El Jonathan, el pololo de la Dayana
Y se me queda mirando con ojos como platos. Tal vez un día de estos le cuente toda la historia.
Mario Banic Illanes.
Escritor