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Mis vecinos, los haitianos

Hace algo mas de un mes un grupo de inmigrantes haitianos se mudó a vivir en mi barrio de la población Fray Jorge, en una casa que queda a dos cuadras, a la vuelta de la mía.

Siempre que voy o vuelvo del trabajo, voy de compras al almacén que queda justo frente a su casa, me cruzo con ellos. Incluso a veces las mujeres, o tal vez sea la misma cada vez, se detienen para hacerle cariños en la cabeza a la Lobita o la Gusanita, mis nietas pequeñas, cuando estamos de paseo.

Ahora hasta me saludan al pasar. «Hola», dicen, desplegando una sonrisa que muestra una dentadura como el teclado de un piano.

– ¡Te saludó! – dice la Gorda, mi esposa, asombrada en una de esas ocasiones.
– Sí, es que somos vecinos – le respondo.

Hasta hace unos meses yo creía, como la mayoría de los chilenos, que los negros eran todos iguales. Algo así como los chinos o los coreanos. Todos iguales, parejitos.

Sin embargo en las últimas semanas he podido descubrir que hay negros grandes y negros chicos. Gordos y flacos, jóvenes o viejos. Feos o atractivos. El otro día me crucé con un negro flaco de alrededor de dos metros, tocado con un peinado afro, alto, que lo hacía ver aún mayor. El tiene que haber visto mi cara de sombro cuando nos encontamos y lo miré hacia arriba desde mi metro ochenta, pues sonrió divertido.

Las mujeres también. Están esas negras voluminosas, con curvas por todas partes, otras flacas, unas chicas y gordas, y también otras hermosísimas, de aquellas que no puedes evitar mirarla en la calle, aunque la Gorda te pegue un pellizco. Hay de todo tipo.

Pero esas diferencias he podido irlas descubriendo sólo con el correr de los días.

Y reflexionar sobre el tema de la inmigración. En especial esta última, la de una creciente cantidad de personas que han llegado desde Haití, uno de los países mas pobres del planeta , donde alguien les contó que en Chile había una tierra hermosa y acogedora en la que iniciar una nueva vida junto a sus familias. Y llegaron en oleada.

Muchos los han acogido muy bien, otros no tanto, en tanto son no pocos los que miran hacia otro lado y arrugan la nariz cuando se cruzan con un grupo de ellos en la calle.

Por coincidencia estoy leyendo una novela policial de Henning Mankell, «Asesinos sin rostro», en la que el inspector Kurt Wallander investiga el horrible homicidio de un matrimonio de ancianos campesinos. La mujer, antes de fallecer murmura: «extranjeros», lo que se filtra hacia los medios de comunicación.

Es el detonante para que en la Suecia de la década de los 90 se inicie una cacería de brujas, en el contexto del problema que enfrenta un país ordenadito, progresista, con la llegada de miles de inmigrantes provenientes desde el Africa o de la Europa del Este desde los países de una Unión Soviética que se ha desmoronado. Y una fuerte oposición de grupos ultranacionalistas que se empeñan en cerrar las fronteras, expulsarlos y hasta eliminarlos.
El mismo Kurt Wallander no está muy convencido que le guste esa apertura, de personas que les vienen a usurpar puestos de trabajos a los habitantes del país y a causar desorden interno aumentando el trabajo de las policías. Un severo golpe sufre cuando su única hija llega a casa para presentarle a su compañero, un negro de Senegal, médico de una ONG.

Es una novela magnífica, en la que la excusa es la invesgtigación del homicidio de los ancianos, pero el verdadero tema es el de la inmigración masiva y como reacciona un país ante el fenómeno; y en la que además de disfrutar con la trama, el lector puede encontrar algunas respuestas a sus preocupaciones actuales.
Y reflexiono de eso cuando estoy limpiando el antejardín con una pala y una escoba y pasa un grupo de haitianos y me saludan alegremente y con familiaridad. «¡Hola!».

– ¡Hola, hola! – respondo gratamente sorprendido.

La Gorda asoma la cabeza por el portón que da al patio.

– ¿Con quien estás hablando, ah? – pregunta intrigada.

– Con mis vecinos , los haitianos – le digo.

Es que, despues de todo, voy a tener que acostumbrarme a su presencia… Corrijo: VAMOS a tener que acostumbrarnos a ella.

Mario Banic Illanes
Escritor

OvalleHoy.cl