Varias veces por la tarde noche suena una especie de sirena o pito que me recuerda a los Picapiedras cuando salían de la cantera.
Ese pitito anuncia la llegada del señor con el carrito de algodón de azúcar y el maní tostado. En su particular carrito, recorre la ciudad de punta a cabo. Lo he visto en las poblaciones de la parte alta, bajando por la carretera hasta llegar a las poblaciones de la salida sur. Cada vez que el señor con el carrito pasa cerca de mi casa, evoca irreductiblemente una tarde en que con mis amigos subíamos y bajábamos el cerro una y otra vez, lanzándonos en cartones o en esos trineos que nosotros mismos construimos.
Mi madre compró dos o tres algodones, detuvimos el juego y disfrutamos tendidos al pasto como el algodón se deshacía en la boca y nuestros dedos quedaban pegajosos y teñidos.
Es que sin lugar a dudas, el algodón de azúcar era una forma muy simple de hacer felices a los niños y niñas de antaño, no importaban las calorías, os azúcares ni los sodios, nada de sellos, porque claro, jugábamos todo el día para, inconscientemente, gastarnos todo lo que consumíamos subiendo y bajando el cerro o corriendo cuadras y cuadras con un aro de bicicleta unido a un simple alambre, o jugando a construir carreteras eternas con los autitos que todos teníamos, jugando tardes enteras a la trolla con las bolitas o lanzarlos irresponsablemente, calle abajo sin frenos en los carritos con rodamientos que construíamos para esos efectos.
Entiendo que no debe ser el mismo señor, quizás es su hijo que ha mantenido viva la tradición, no lo sé. Como sea, le agradezco su largas caminatas intentando hacer felices a los niños y niñas, en tiempos de sellos de advertencia y homo –mobiles, esa generación que no se despega de la pantalla y ya casi no juegan, si no es con botones.
A veces también suena otro pito, un poco más agudo. Es el señor que pasa afilando cuchillos. Otra tradición que se mantiene viva apenas. De vez en cuando le pido que afile los cuchillos de mi casa, solo para agradecer su trabajo, sus largas caminatas en un oficio casi desaparecido.
Ambos deberían ser considerados hijos ilustres o patrimonio vivo, pues con su esfuerzo diario no permiten que estos humildes y necesarios oficios desaparezcan, así como ya no se ve al lechero de la carreta tirada por un caballo, con el típico sonido del pito que anunciaba su llegada con la leche fresca del día.
Hoy que todo se compra en supermercados, que vivimos en la era de la obsolescencia, donde todo es desechable y envasado, le doy las gracias al señor del algodón de azúcar y al afilador de cuchillos por recordarnos que aún hay cosas simples que debemos agradecer día a día.
La próxima vez que pasen les agradeceré en nombre de toda una generación. Nunca es tarde.
Por K Ardiles Irarrázabal
Columnista