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Renovada la esperanza en la juventud

Después de casi dos semanas de confinamiento logré descubrir el lugar donde la Gorda, mi esposa, me tenía escondidos los zapatos para evitar que me arrancara de la casa.

Sin embargo me sorprende cuando cierro silenciosamente la puerta de la reja.

– Voy a ir de compras y a pagar la luz y el agua – le explico a la distancia.

– No le creas mamá Va a puro vitrinear al centro. No le creas  – asegura desde la casa la carbonera de mi hija menor.

Y la Gorda, comprendiendo que ya era demasiado tarde para evitar la fuga, me grita desde adentro:

-Pero que no te vaya a pillar yo viniéndote de vuelta en un colectivo. A patita se viene nomás con la cosas, el porfiado… Y sin sacarse la mascarilla!!

Es que para ella los colectivos son lo más peligrosos que hay para el contagio. Vehículos estrechos, con personas apretadas, conductores que no usan mascarillas, y todo eso.

-No Gorda, te lo juro. Me vengo a patita nomás – le aseguro.

Cuento corto, en efecto voy al banco a retirar dinero, y pagar algunas cuentas. Finalmente me dirijo al supermercado .

En los minutos siguientes recorro los pasillos agregando al carro aquellos artículos de primera necesidad que creo harán falta en la casa para sobrellevar el resto de la cuarentena: dos cajas de litro de Gato Negro, un Ballantines, diez paquetes de galletas, una bolsa grande de papas fritas, diez bolsas de maní salado, chocolates, galletas para las perritas, un kilo de “pichanga” y otras cosas que son imprescindibles durante un enclaustramiento prolongado.

¡Ah! Y dos rollos de papel higiénico y otros de toallas de papel, para que no reclame la Gorda.

A la salida, con dos enormes bolsas me detengo en el estacionamiento de la esquina a reflexionar si tomo un colectivo o regreso a casa de infantería. Tal vez me pueda bajar una cuadra antes para que mi esposa no se de cuenta. Pero, pienso que nunca falta la vieja copuchenta en el almacén que le comente: “Hoydía me vine con tu marido en el colectivo”.

Entonces me decido y, cogiendo las bolsas, con casi 29 grados a la sombra, comienzo caminar de regreso a la casa. ¿Cuántas cuadras? ¿Veinte? Me parecen cien, y cuando voy a la mitad ya no quiero más guerra y miro pasar los colectivos que al verme tan afligido reducen la velocidad y me observan interrogantes. Luego decepcionados aceleran y se pierden a la distancia.

Los brazos me pesan, las manos con el peso las tengo enrojecidas y adoloridas, los paquetes en su balanceo insisten en golpearme las piernas.

Lo único bueno es que mis vecinos varones están encerrados en sus casas y no me verán pasar para gritarme de una acera a la otra:

-Buena Macabeo… otra vez te mandaron a la compras!

– Oye Pelao… ni el coronavirus te salva!! Jajajaja.

– Le tenis mas miedo a la ñora que al Coronavirus, jajaja!!

Pero no. Hoy a estos buenos hombres los tienen lavando, barriendo el patio o están viendo una película porno en internet. Mejor para mi.

Pero tal vez sea verdad que tenga que empezar a mirar el carnet. Después de todo el mes pasado nomas acabo de transponer la barrera de los setenta . ¡Setenta años!.

Y me quedan aún siete cuadras para llegar a la casa.

De pronto, cuando entro por un pasaje, dos muchachos se me acercan y el varón me dice:

-Señor ¿Va muy lejos? Le puedo ayudar con las bolsas.

Lo miro sorprendido y con algo de desconfianza, pues no reconozco sus rostros detrás de las mascarillas. Parecen tener apenas la edad de mi nieta mayor. ¿Una broma, un cuento al viejito adulto mayor?.

-No, si voy ahí nomas. A calle Yungay. No te preocupes – le agradezco.

Sin embargo él joven igual me coge una de las bolsas, insistiendo:

-Eso queda muy lejos todavía . Venga lo llevamos en el auto, si nos queda de pasada.

Estoy tan agotado que me doy por vencido, y le entrego las bolsas que las pone en el asiento trasero del vehículo.

-Vinimos a ver a mi abuelita, que queda aquí en el pasaje y lo vimos pasar – me explica cuando ya vamos en camino.

Un par de minutos mas tarde me dejan en la puerta de la casa

-.¿Y cómo pensaba llegar tan lejos  con estas bolsas tan pesadas – me dice al entregármelas.

Luego de despedirse se marchan calle abajo, dejándome reflexivo y casi emocionado.

Y con la confianza en la juventud renovada. Esa confianza que a menudo se me extravía por aquí y por allá. Y me digo que este es el verdadero rostro de la juventud. Espontánea, servicial, respetuosa.

Este es tal vez  uno de los aprendizajes que me está dejando esta pandemia.

Y bueno, además de tener que pegarle una mirada al carnet para recordar que ya no estoy para estos trotes. Quizas, después de todo mis amigos del barrio tengan razón.

Mario Banic Illanes

Escritor

OvalleHoy.cl