InicioultimasOpiniónUna incursión dramática.

Una incursión dramática.

Una explosión de entusiasmo se produjo en casa cuando comuniqué que me habían seleccionado para actuar en la obra “El Flautista de Hamelín” cuya representación cerraría el año académico en el Liceo de Hombres de Ovalle.

Esa misma noche, mi madre, ante la expectación de mis hermanas y vecinos, leyó la obra de los hermanos Grimm. Al concluir el apasionante relato, empezaron las especulaciones familiares. ¿Qué papel me habían asignado? ¡El rey, por supuesto! –dijo mi padre seca y categóricamente y continuó leyendo el diario. ¡El flautista! –gritaron mis hermanas. ¡Un cortesano! –vaticinó el vecindario.

A medida que se acercaba el gran evento, aumentaba el entusiasmo familiar. Reunidos en pleno se dedicaban a diseñar trajes imaginarios. Se revisaban enciclopedias y pinacotecas. Se especulaba con sombreros emplumados, golillas reales, zapatones con hebillas, coronas monárquicas, báculos de mando, calzas verdes y chalecos de fantasía. Incapaces de contener el entusiasmo, me dibujaban bigotes  y patillas con corchos quemados, me pegaban barbas postizas. La señora Blanca Rojas de Miranda, costurera del barrio tomó mis medidas y uno de los hermanos Pastenes de la Zapatería Peñarol, mi número de calzado. Mamá diseñó primorosos modelos renacentistas. ¡Era mejor prevenir que curar! -sentenciaba el espíritu práctico de mi padre.

Por las tardes, me hacían ensayar todos los personajes del cuento. Se armaban apasionadas discusiones. Para algunos (los menos por supuesto) mi actuación le daba un recio carácter al Rey. Para otros, mi flacura y palidez congénita se acomodaban de perilla al Flautista. Mis padres desecharon de la partida roles menores de aldeanos, escribientes, secretarios de palacio o simples guardias imperiales. Yo, por mi parte, ensayaba privadamente, gestos, muecas y ademanes frente a los espejos. Hacía ejercicios de voz y cuerpo y llegué a pensar que mi destino estaba en las “Tablas” del arte escénico. En la soledad de mi pieza se gestaba  un futuro Laurence Olivier, un Orson Wells o un clásico Vittorio Gassman.

Cuando, una semana antes de la velada artística, la profesora de castellano asignó los roles, sufrí la primera gran frustración de mi vida. Quise presentar mi renuncia indeclinable, pero alguien –seguramente la misma maestra- me convenció que el papel no era el importante, sino el carácter que el actor  le daba al personaje. ¿Acaso ignoraba que también había “Oscares” secundarios? ¿No sabía acaso que Ernest Borgine, Anthony Quinn y Rob Steiger se robaban la película desde sus roles secundarios? Me encerré en mi cuarto y no quise oír más las ridículas  especulaciones  familiares. Con sigilo de ladrón avezado, oculté en un viejo baúl, los aderezos de príncipe renacentista.

El día de la función, espié detrás de las cortinas, el orgulloso ingreso de mi familia. Con verdadero terror observé  que  ocupaban las primeras butacas del salón de actos liceano. Mamá y mis hermanas lucían como para la tradicional ceremonia hollywoodense de la entrega del Oscar. Mi hermanita menor portaba, orgullosa, un ramo de gladiolos que acentuaría aún más, el inminente ridículo. En la segunda fila divisé a los vecinos del barrio, a los hermanos Guajardo, a la modista y al zapatero.

Se encendieron las luces, empezó a sonar la música de Vivaldi, se abrió el telón. Desde mi escondite entre bastidores, adivinaba el esfuerzo  familiar por ubicarme en el escenario. ¡”No, definitivamente no era el Rey”! Veía los nerviosos y entusiasmados índices de mis hermanas. “¡No, tampoco era el Flautista!” Escuchaba el susurro alarmado de mi madre. “¡No, no estaba entre los cortesanos!”. El barrio no me ubicó entre los músicos, los aldeanos  ni los guardias de Palacio. En realidad, no me ubicó nadie. Yo era uno de los tantos ratones que pasó fugaz por el escenario  cubierto con un humilde y empolvado saco de papas.

Rolando Rojo Redolés

Escritor

OvalleHoy.cl