No cabe duda que el fútbol es un fenómeno que trasciende lo estrictamente deportivo, lo que pasa dentro de la cancha es el puntapie inicial, no sólo del balón que veintidós persiguen con heterogénea destreza, sino también el de una cantidad de historias y relatos, que de manera escrita u oral, han hecho de este deporte el más universal y apasionante de todos.
De cada rincón del mundo, millones de anónimos fanáticos han dado colorido a una pasión que tiñe de manera transversal sus vidas, transformándose en un sentimiento irracional para algunos, pero intenso y perpetuo para quien lo vive. El escritor uruguayo Eduardo Galeano, que de anónimo tuvo poco, pero de intelectual mucho, señaló que al fútbol se le ama desde que se nace, “yo nací gritando gol”, escribió.
Esto es precisamente lo que a mí me ocurrió. Siempre que las banderas verdes ondulaban en las calurosas tardes de domingo, el ruido de antiguos parlantes llenaban de música los sectores aledaños y los vehículos saturaban cual largo y ancho la Avenida La Chimba, estuve allí, junto a tantos otros, cuyos nombres nunca conocí, pero cuyas facciones podría describir de memoria, ya que del mismo lado del estadio uníamos vigorosos gritos que alentaban a nuestro equipo, el mismo que con dispar suerte nos regalaba alegrías y frustraciones. En este noble propósito, propio de cada hincha en cualquier parte del mundo, se unían el gordito de las papas fritas, que bandera en mano, daba la vuelta al estadio gritando OVALLE, OVALLE; el orfeón municipal que durante todo el partido y en sincronía perfecta, nos hacía gritar O-VA-LLE y el tradicional señor del maní confitado, que por algunos segundos dejaba de lado su trabajo para dirigir su mirada al irregular césped ante la inminente probabilidad de gol de nuestro representativo.
Es innegable que las emociones del fútbol sólo las entiende quien las vive. Yo las conocí desde niño, aquellas que tienen su génesis en la sublime sensación del gol, en el placentero sabor del triunfo o en la amargura de la derrota, cada una de éstas fue configurando lo que un día pude reconocer como una verdadera pasión. No tengo recuerdo alguno de la hazaña del 75, tampoco del periplo del 76 y 77 en primera división, aquel sentimiento precoz, que hasta el día de hoy conservo, comenzó a forjarse más bien en la década siguiente, lejos de los años de gloria del club, en la que deambulamos entre el ascenso y el descenso, entre el Municipal y el Ferroviarios, entre la existencia y la desaparición. A pesar de todo, siempre estuve allí, con un corazón que a esa altura era más verde que nunca.
La imperiosa necesidad de ir a la cancha, lugar donde se desata la pasión que se lleva dentro, me llevó a ser testigo de memorables jornadas dominicales, en las que linajudos representativos, junto a sus bulliciosas y pintorescas hinchadas, llegaban a nuestra ciudad para llenar del color de sus amores un sector del estadio. De esta manera, tradicionales elencos como Palestino, O’ Higgins o el Audax, animaron intensos y friccionados partidos, Soinca Bata, Super Lo Miranda e Ivan Mayo, no se quedaron atrás.
Con un sabor distinto y con más de algún conflicto en la galería, se vivían los llamados clásicos, aquellos con Coquimbo Unido y Deportes La Serena, ganar uno de estos partidos significaba olvidarse de todo por una semana, aun estuviésemos en la más absoluta incertidumbre deportiva e institucional, el triunfo ante estos clásicos rivales me hacía sentir, al menos por unos días, como los mejores del mundo.
No obstante, una de las mayores satisfacciones por esos años no la viví sentado en la galería, lo hice pegado a una antigua radio que había en casa, donde un relato vibrante, de esos ochenteros que te narraban lo que no había forma de ver en televisión, daba cuenta de un 4 a 0 que le propinamos al Vial en su propio estadio, lo que nos llevó a la semifinal del torneo Polla Gol del 85. Para mí, hasta ese momento, lo más cercano a la hazaña del 75.
Resulta difícil precisar en qué momento comenzó todo, aunque no creo que sea lo más importante. Lo realmente significativo es que un día fui a la cancha por primera vez, iniciándose un sentimiento incondicional que no ha mermado con el paso de los años. Estuve aquella tarde inolvidable de enero del 88 en la que uno apodado “pititore” truncó nuestros sueños de gloria del cual tuvimos que despertar los del cerro y los que estábamos en el estadio, estuve en el ascenso del 93, también en la histórica final de Copa Chile en el Sánchez Rumoroso, siempre estuve allí.
Hoy, Deportes Ovalle no está en antiguos archivos que narran su accidentada trayectoria, tampoco en un baúl que se abrirá en 100 años más, Los Verdes del Limarí, están en la mente y el corazón de muchos que estuvimos allí y que con una pasión contenida, anhelamos el momento de verle nuevamente en la cancha… cuando eso ocurra… allí estaré.
Fernando Arturo Vallejos Vega