Como Carlos María Sayago y Luis Joaquín Morales, aquí el autor va por una obra mayor. Osven Olivares realiza un registro intenso de una comarca, que el mundo conoce no solo por los versos de Pablo Neruda sino por lo que fluye de Punitaqui.
Se trata de un registro fotográfico y relación del pasado remoto; pero, también del pasado reciente. Resulta un notable acierto, ya que algunos de estos retratos son únicos y recuperan la vida desde el pozo del olvido. Gente sencilla: habitantes del secano coquimbano del interior, aparecen para quedar para siempre en el hilo de la existencia. Muchas de estas fotos salen de los baúles y arcones polvorientos; otras, aparecen por el azar y la persistencia de ser conservadas para las nuevas generaciones, cumpliéndose la premisa o la esperanza que no todo se lo lleva el óxido de la modernidad. Vemos rostros curtidos y sencillos; niños que atisban en las escuelas rurales alguna alternativa, para vencer la extrañeza en que se encuentra la provincia alejada del centralismo oprobioso. Estos ojos, sonrisas y, aún, severos rostros son reconstructores de una forma de vivir dignamente y, también, de la distinción de un lugar tesonero y mágico.
Se trata de una reparación histórica de un pueblo que ha pisado fuerte sobre su destino. Desde los albores, pasando por los pueblos originarios, se reconstruye el poblamiento y la labor, que ha quedado en los petroglifos, en la cerámica, en los restos mineros y en la huella de la trashumancia.
Es profusa la bibliografía usada: sorprendente. Entendible, porque el autor es un bibliógrafo de primer nivel en norte de Chile. Y porque la misma bibliografía ha persistido en dar cuenta —desde el interior del mismo pueblo— como fueron los hechos, por ejemplo, de La Independencia y de las revoluciones que ha llevado adelante la gente de la región de Coquimbo.
Muchas veces, intentamos hacer un retrato de un lugar, pero no siempre filtra ese ser que buscamos o percibimos, y nos refugiamos en la pura forma. Sin embargo, en Punitaqui hay una singularidad asombrosa: muchos caminos se cierran y se abren: florecen en su portentoso ethos.
Punitaqui resulta no solo sorprendente sino ejemplar; ya que ha sido tesonero entre el azogue, el cabrerío y la montaña, que respira afanada e indivisa. Por ello mismo, podemos encontrar un mundo dentro de este mundo, que es el semiárido. La singularidad está dada por un sinnúmero de hechos y paisajes, que Osven Olivares va desenredando, aclarando, colocando en valor. Y, sobre todo, haciéndolo aparecer, como se desnuda el sol en la mañana.
Osven Olivares hace un recuento de los primeros habitantes del sector, cómo se asentaron, de dónde llegaron y cuál era su arte. Es muy cauteloso y responsable a la hora de teorizar sobre su origen y desarrollo. Muestra distintos vestigios, para que cada cual y otros peritos, particularmente, avancen en profundizar estudios sin caer en el facilismo de nombrar por nombrar.
También, hace exhaustivo recuento del mundo minero; de sus laboreos y técnicas, donde queda a la vista la importancia de la minería en el desarrollo del país. El reino del azogue, del oro y del cobre nos permitió, en esta provincia, avanzar y dominar este oficio, que tan buenos resultados ha dado para el país y tan poco para los pueblos donde yacen estas riquezas.
Otro tanto, avanza el autor, en reconstruir la ocupación de las tierras, su desarrollo agrícola y su producción. Hace un pormenorizado trabajo sobre los hacendados, sus herederos y cómo la propiedad de tierra se va heredando, hasta encontrarse con las reformas que iniciaron los gobiernos progresistas del siglo XX. Además, ahonda en el cabrerío, en la ganadería y en la trashumancia: en esta forma de vivir en el secano y su estilo tan poco estudiado por el oficialismo del Estado y sus funcionarios burocráticos.
Pero donde profundiza más es en el rescate de las localidades de la comuna de Punitaqui. Estas son muchas y salpican el secano y le dan vida legendaria al lugar. Cada villorrio tiene sus características acentuadas y denotan sus tradiciones y sus diferentes formas de hacer vivible el sector, a pesar de la sequía permanente, de la trashumancia y la falta de aporte de los gobiernos centrales. Localidades como La Laja, Las Cruces, El Maitén, Las Ramadas, Viña Vieja y muchas más nos vienen a demostrar la dispersión de la comunidad, de las tremendas dificultades de la comunicación y de lo difícil que es vivir a espaldas del progreso y de la asistencialidad. Muchas de estas localidades han traspasado la región, como Los Mantos por su devenir cultural y ser serranía de ricas fuentes mineras. Resulta una tarea laboriosa y prodigiosa el conteo de tantos pueblos singulares de la más singular comuna nortina.
Otro aspecto sustancial de esta obra es su aporte a la educación. Da a conocer detalladamente las escuelas de la comuna, su desarrollo, su profesorado y sus muchos alumnos que transitan por sus aulas, por sus esfuerzos de llegar al centro educacional: el arrojo de ir a lugares apartados como sea, para asistir al colegio y tener oportunidad de perfeccionamiento. Llama la atención, las escuelas bien construidas, los esfuerzos para que estas sean acogedoras. Llama también la atención, la cantidad de escuelas abandonadas. Se puede ver a través de ellas, el golpe que significa abandonar el terruño —lo que ha sido una constante en su historia—: la emigración, especialmente hacia las faenas mineras del norte. El registro fotográfico incluye una gran cantidad de fotos al respecto. Pero, también, un registro notable de actividades sociales, deportivas, políticas y culturales. Algunas son indudablemente piezas únicas del quehacer de la región de Coquimbo.
Si bien cierto esta comuna es un rico paisaje, aún más rico es la pléyade de personajes, héroes y tradiciones: pueblo despierto que ha cabalgado por este páramo. La mayoría de ellos traspasan la región. Doña Carolina Ossa Ansieta, muy destacada por el estudioso Eugenio Chouteau. Los Alfonso que estuvieron en todas las revoluciones del siglo XIX; especialmente, Antonio Alfonso Cavada y sus descendientes: entre ellos, su nieto, quien fuera, vicepresidente de la república, Pedro Enrique Alfonso. Sobresalen los escritores: Ana Álvarez, cofundadora de Paseo de Los Poetas en La Serena; Tristán Altagracia, que publicara varios poemarios dedicados al Norte Infinito; David Aliro González, quien fuera chaperón de Fernando Binvignat y publicara un notable poemario, algunos estudios sobre su maestro y otros de profunda mirada social. Son muchos los protagonistas que, aquí, se connotan en forma sorprendentemente exhaustiva. Además, se señala un sinnúmero de gente destacada en los diversos ámbitos, pasando por el deporte, la política, la educación, la agricultura, la minería; es decir, un ejemplar detalle del micro mundo de Punitaqui, que es, en suma, un relato celular, de este espacio, que se despeja, como la cordillera frente al sol.
Esta obra cobra mucha importancia en nuestra región, porque a través de entrevistas, relatos populares y notable información bibliográfica se hace emerger a un lugar en el mundo con prodigiosidad y certeza. Es aceptable conceder que el autor fue muy laborioso. Pero, además, su flanear por la cara del territorio y su ahondar en tal pozo profundo de patrimonio resulta casi titánica. Por ello, este texto no solo es un constructo informativo sino es la hazaña de un pueblo notable que —en su pasado y su andadura— se afirma en el remontar de su destino.
Encontrar en lo ameno tal profundidad, no solo está dado por la buena escritura y la cultísima ilación sino, sencillamente, por el amor como destino de la vida del que deja tantas labores privativas, para entregarse a la tarea ardua de cantar y contar las hazañas de un pueblo. Tal como, ahora, lo forja, encomiablemente, Osven Olivares.
Por Arturo Volantines