Cada vez que una buena lluvia cae en Santiago se sabe que al otro día será un buen día. El olor a yerba mojada de los jardines, el aire frío en los pulmones se combina con la aparición de “esa novia blanca que es la cordillera”. La cordillera siempre está ahí, aunque a veces ni nos acordemos de ella.
Una vez escuché decir que lo que más impresiona de Los Andes es la sensación que proyecta de siempre haber estado ahí. Nos hace sentir pequeños, breves en nuestra existencia, ínfimas estrellas fugaces a los pies de montañas eternas. Nos hace reflexionar respecto a lo que somos en el universo. Por eso después de cada lluvia me urge correr al cerro San Cristóbal o al Santa Lucía, para verla, blanca. Cada vez que llueve y el cielo gris de Santiago se limpia, la cordillera se acerca, se nos viene encima, nos acosa, clara, imponente, enorme, más grande que cualquier edificio, eterna, para recordarnos qué somos y qué es ella. Por eso siempre después de la lluvia es bueno buscar un huequito entre los edificios, una rendija rebelde que nos deje ver y nos recuerde que no somos ni grandes ni eternos, que somos más bien un suspiro. Y que para suspirar mejor de vez en cuando necesitamos agua fresca para limpiarnos y aire, también fresco para respirar hondo y seguir con nuestra fugaz existencia.
Ignacio González Mas
Periodista, Bachiller y Licenciado en Comunicación Social
Pontificia Universidad Católica de Chile