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¡El almuerzo está listo!… A lavarse las manos con jabón hasta el codo

Para que le voy a decir una cosa por otra: echo de menos los tiempos de la “antigua normalidad”, en especial los paseos diarios de cada mañana por el centro de Ovalle.

Partiendo por la visita al Tribunal Oral en lo Penal en busca de una noticia “sabrosa” y donde con el tiempo me he ido haciendo relaciones que casi diría, son de amistad. Aunque tenga que soportar el bulling (en buena claro es) que soy objeto.

– Oiga don Mario … usted es nuestro Pablo Honorato, cuando se retire vamos a bautizar una sala del tribunal con su nombre – me dicen.

La verdad es que la imagen de Honorato en la televisión, sosteniendo su grabadora delante de un personaje en un tribunal, no me hace ninguna gracias. Pero igual me río porque sé que lo peor es ponerse grave con las bromas.

Ya habrá tiempo para desquitarme.

Y luego llegar hasta la plaza para sentarme en un café a compartir un café y una buena charla con los amigos, en la que intercambiamos información, o simplemente arreglamos el mundo, mientras los ojos se distraen con el paso de una muchacha atractiva. “Con respeto, sí», como diría el Mago Valdivia.

A continuación seguir el recorrido por el paseo peatonal, e incluso a veces continuar hasta Benavente donde no falta el que al reconocerte, te detiene para pasarte un dato interesante .

Finalmente, después de hacer las compras en un supermercado, regresar a la casa cargado de bolsas, soportando las pullas de los amigos y vecinos cuando me encuentran:

-Buena, Macabeo… no hay caso ¿no? – dirán los de más confianza.

-Don Mario… lo tienen para las compras no? – dirán los otros.

Todo eso lo echo de menos en mi confinamiento por la pandemia.

Es que en mi familia me tienen prohibido salir de la casa. Argumentan que soy persona de alto riesgo: adulto mayor, y por añadidura, con medio pulmón menos, me recuerdan. Es decir, sería la victima predilecta del primer coronavirus que ande rondando por ahí, a la vuelta de la esquina.

– Pero este porfiado insiste en salir – le cuenta la Gorda a sus amigas al teléfono.

Y cada vez que he logrado escaparme para hacer un trámite ineludible, a la llegada a la casa, me esperan con un frasco de agua clorada, y me hacen empilucharme en la misma puerta, para la diversión de los vecinos, y luego, solo en calzoncillo, me rocían por todos lados.

-Y sin reclamar, mira que tú insististe en salir – me advierte mi hija menor, mientras mi nieta, la Lobita, mira admirada el espectáculo de su abuelo gritando pilucho en la puerta de la casa.

Es que el confinamiento, el encierro, la cuarentena voluntaria, como se la quiera llamar, en una casa pequeña con dos mujeres adultas, es terrible.

Eso de levantarse cada mañana para saber que el Día de la Marmota” se repetirá una y otra vez: bajar a asearse al baño, ir al patio a barrer con la escoba las “gracias” de las perritas, (lavarse la manos) tomar el desayuno a la espera que la casa vuelva a activarse (lavarse las manos) ; luego subir a la oficina para encender el computador y empezar a trabajar para el diario y esperar que te llamen para el almuerzo (lavarse las manos) . Después de una breve siesta y lavarse las manos, reanudar el trabajo por internet, hasta la hora de una especie de oncecomida, enseguida , luego de lavarme las manos, de regreso al trabajo para finalmente ir a la cama con el resto que queda de la batería. No sin antes lavarme las manos. Finalmente ver una película o seguir con el libro que dejaste inconcluso la noche anterior hasta que el sueño te llame. Y sueño lavándome las manos.

Todos los días lo mismo. Para volverse loco.

Lo único que me sostiene cuerdo es mi nieta, la Lobita, que contagia con su energía inagotable, con una alegría que me recarga los deseos de vivir.

Y si no salgo mucho es por ella, por el temor de traer de regreso a casa un contagio que la pueda afectar.

La Lobita cada día, cuando abandono el encierro en mi oficina del segundo piso, me espera en el living en medio de un desorden increíble de juguetes, e insiste en involucrarme en uno de sus juegos.

Su preferido es sentarme en un sillón y servir un imaginario almuerzo, con huevos fritos, arroz, fideos, tomate, etc, y un jugo . Y se sienta al frente a esperar a que me lo sirva.

-¿Cómo está? – pregunta luego.

-Está excelente, señorita. Por favor felicite al chef – digo finalmente y su rostro se ilumina con la sonrisa mas hermosa que uno se pueda imaginar.

Lo malo viene después. Cuando me pasa la cuenta.

-Son diez dólares, señor – dice.

-¡Pero como… DIEZ DOLARES por este almuerzo?.

Y nos trenzamos en una interminable discusión que es seguida a la distancia por su madre que mueve la cabeza.

Si no estuviera la Lobita, lo mas probable es que a estas alturas estuviera loco e histérico. O mejor, mas loco y mas histérico aun.

Y cuando la hora del almuerzo me sorprende trabajando en la oficina del segundo piso, se me calienta el corazón al escucharla llamar desde abajo:

-Tataaa… El almuerzo está listo!. A lavarse las manos con jabón hasta el codo.

Mario Banic Illanes

Escritor

OvalleHoy.cl