El edifico de la Estación de Ferrocarriles debería ser el símbolo de nuestra ciudad, el emblema por excelencia.
En la vitrina de una famosa cadena nacional de restaurantes que hace años estaba en Vicuña ;Mackenna, antes de transformarse en paseo para vender charrasqueados y ensaladas, había una maqueta bellísima de la Estación que tenía detalles muy precisos del sector de Avenida la Feria. (¿qué fue de esa maqueta?)
Por otro lado, en el comedor de la sede de una importante institución de nuestra ciudad hay un óleo gigante, literalmente gigante, además de conmovedor, de la misma Estación de Ferrocarriles. En ambos casos se veía la casa en que crecí, ahí en la avenida de tierra, la tercera casa desde la esquina del taller de “Galleta”, como se le conoce al maestro Olaf Humberto Galleguillos Sanhueza.
Podría decir que el patio de esa casa era la Estación. Toda mi primera infancia , junto con los chicos de “la casa de alto” de la familia del Señor Rodríguez (relojero de aquellos que ya no existen, si la memoria no falla) la pasamos entre atrapar pumpullos en el canal y jugar a lo largo y ancho de la estación.
Muchas veces cruzaba el puente sobre el canal Romeral y caminaba por los rieles pasando por la tornamesa (¿ se llamaba así?) donde la locomotora cambiaba de sentido para emprender un nuevo viaje y la copa de agua que para un niño, era una mole impresionante.
Camino al colegio, pasaba por la delgada puerta que daba a la boletería; si estaba cerrada por la reja, la corría y pasaba por un pequeño espacio entre los fierros. Así cruzaba por el edifico principal que tenía un aroma y un vientecito especial para aparecer en Covarrubias y seguir rumbo al colegio. Otras veces, en el puente caminaba hacia la izquierda, por la orilla del canal y pasaba por la Maestranza, donde quienes allí trabajaban me abrían un portón verde que daba con el inicio precisamente de la calle del mismo nombre.
Ahí en la Estación había una casa con una buganbilia que florecía por toda su fachada. Con los niños de la casa de alto a veces ayudábamos al señor que movía la tornamesa para cambiar el sentido de algún carro; en ocasiones, sin que nadie nos viera, solíamos subir la escalera de la copa, aunque jamás en su totalidad pues el miedo a las alturas, al menos en mí, me lo impedía. Jugábamos a las escondidas entre los faros, corríamos por las baldosas siempre brillantes donde esperan las personas el tren hacia alguna parte y nos sentábamos en el puente a comer los barquillos de vainilla que nos compraban en la fábrica de helados de Don Marcial.
Me encantaba el pequeño viaje que me daba de vez en cuando un tío que conducía la locomotora, desde la Estación hasta el Puente los Cristi y de vuelta. Pero lo que más atesoraba, era el viaje a la Fiesta de Sotaquí. El movimiento y el sonido del tren sobre los rieles es algo que, aun después de tantos años, todavía lo revivo en algún extraño sueño.
En Sotaquí quedaba patidifuso, casi hipnotizado con los bailes chinos. Recuerdo esas pelotas multicolores rellenadas con un globo que se anudaban con un elástico a un dedo y estábamos toda la tarde golpeándola con la mano. No las he vuelto a ver. Nos sentábamos a comer los sándwiches de gallina soltera en los paltos o en los escalones de la Iglesia. Luego el viaje de vuelta era otra aventura y si tenía la suerte de que el conductor fuera mi tío, mejor aún.
Después vino el silencio, el sacar los durmientes, el vacío, la tronadura apoteósica para derribar la Copa, el Supermercado y el Museo….
El otro día en este mismo medio preguntaban cuál sería el edificio que refleja la identidad de Ovalle. Creo, sin pensarlo mucho y siendo absolutamente subjetivo, que el edifico de la Estación de Ferrocarriles debería ser el símbolo de nuestra ciudad, el emblema por excelencia.
Ahí debería estar el vagón-museo que está en entrada de la Feria Modelo y la escultura que ahí yace.
Ahí está el corazón del Ovalle de Antaño.
Por K Ardiles Irarrázabal
Columnista