A principios de la década del ochenta, figuraba como director de la Junta de Vigilancia del Río Rapel y de asesor técnico de la misma. En esa condición, me correspondió la difícil tarea de traspasar el agua de todos los productores del Río Rapel, aguas que eran parte de la tierra, como lo afirmaban los títulos de propiedad archivados en el Conservador de BBRR de la época, a un nuevo archivo: el Conservador de Aguas.
El traspaso se hizo sin ningún trauma. Me correspondió aforar todos los canales, revisar las escrituras, reducir las cuadras a hectáreas, y asignar los litros por segundo que correspondían a cada uno de los agricultores. Hubo a quienes les correspondió 3, 5 ó 10 minutos de agua por turno. Pero, dentro de su inocencia, los pequeños agricultores estaban contentos. Tenían un bien de gran demanda al cual podrían echar mano en caso de necesidad o emergencias. Muchos no demoraron nada en vender sus acciones. El problema es que la tierra, al quedar sin agua, perdió todo su valor y se vieron obligados a vender por el precio que les ofrecieran. Una gran cantidad de agricultores perdió pan y pedazo. Los grandes agricultores -informados de lo que vendría- abrieron sus poderes de compra de agua, y se proyectaron en establecer nuevas plantaciones.
Contrario al conocimiento de quienes redactaron la Constitución, quienes planificaron con premeditación y alevosía la privatización del agua, porque contaban con la información de científicos y especialistas de lo que se venía, el pequeño agricultor no sabía nada de cambio climático, menos de brecha hídrica y que el agua, en el corto plazo, pasaría a ser más valioso que el oro, que los tiempos de sequía serían prolongados y que el recurso iría escaseando día a día. Que la demanda por agua se dispararía de tal modo que los precios serían totalmente inaccesibles para ellos.
Contrario a lo establecido en los códigos de agua del 1951 y 1969, donde por ley se fijaban las prioridades, el código de aguas de 1981 nada dice de prioridades. Las prioridades
a partir de entonces son fijadas por los dueños del agua. Producto de ésta nueva condición, empezaron a florecer las zonas de sacrificio donde la prioridad no es el agua para la bebida de las personas, sino para el desarrollo de plantaciones. En esta condición el estado no puede hacer nada, está amarrado de manos porque no tiene agua y si quiere solucionar el problema social debe comprarla a quienes, paradójicamente, se la regaló.
A partir del Código de Aguas de 1981 se considera el Agua como un bien social, pero también como un bien económico. Separa la propiedad del agua del dominio de la tierra y le transfiere la prerrogativa al Estado para que sea éste quien concede los derechos de aprovechamiento de aguas a privados de forma gratuita y a perpetuidad, dando origen al mercado de las aguas. Así como a los pequeños agricultores se le asignaron minutos de riego, en regiones más grandes hubo agricultores a quienes les regalaron semanas de agua e incluso, se dio el caso en que hubo privilegiados cercanos al régimen, que quedaron con lagunas e incluso ríos, dentro de sus predios, originándose una condición de desigualdad realmente indignante.
A partir de ese momento Chile es el único país del mundo que tiene sus aguas privatizadas.
Un país donde las nubes vienen con nombre y apellido.
El único país donde existe un otorgamiento gratuito y a perpetuidad sobre el agua.
De esta manera el Agua tiene la doble categoría de bien social de uso público y de bien económico regido por las leyes del mercado. Como consecuencia de su condición de agua privatizada, Chile no puede cumplir el compromiso de declararla como derecho humano esencial para la vida, porque no tiene la propiedad sobre agua. En caso de crisis, tampoco tiene las atribuciones para fijar prioridades del uso del agua.
Mientras el agua no se desprivatice, sin traumas, del mismo modo en que se privatizó, las personas y los agricultores vivirán en permanente incertidumbre y seguiremos siendo testigos de episodios de violencia porque el agua es, en la actual condición y aun cuando se produjeran grandes lluvias, insuficiente para satisfacer las demandas actuales.
Héctor Alfaro Jeraldo