La vocación totalitaria está pasando por un buen momento en los últimos meses. En Chile tuvo sus días de gloria en las décadas de 1970 y 1980. En la década de 1990 casi se extinguió completamente. Reapareció, fugazmente, con el cambio de siglo, encarnándose en un movimiento que se empecinaba en prohibir películas que contravinieran cierta ortodoxia religiosa.
El presente año —y no sólo en Chile— ha experimentado una súbita e inesperada floración. Obras pictóricas y literarias han sido colocadas en una especie de catálogo de bienes culturales prohibidos. Así, por ejemplo, la pintura ‘Hilas y las ninfas’ y la novela ‘Lolita’ de Vladimir Nabokov, han sido incluidas en uno de esos índices.
El afán de vetar y de censurar a ciertas obras de arte no es un asunto baladí en una sociedad que respeta los derechos humanos. ¿Qué deja entrever dicho afán? Cierta tosquedad del juicio, un evidente autoritarismo hermenéutico, cierta arrogancia intelectual y cierta presunción de superioridad moral. Todo ello, más una dosis de soberbia, impulsa al censor a cancelar las diferentes posibilidades interpretativas de determinadas obras de arte, con el propósito de imponer una lectura única y con la expresa finalidad de erradicar otras aproximaciones exegéticas. Las otras posibilidades interpretativas son calificadas por el censor como erróneas y peligrosas para la sociedad. Por tal motivo, merecen ser excluidas.
La interpretación que se reputa a sí misma como verdadera, junto con invalidar otras lecturas, menosprecia la inteligencia de quienes decodifican de manera diferente o alternativa la misma obra de arte. Tal menosprecio se explica porque el censor concibe al público como incapaz de discernir por sí mismo. Por eso, el censor confisca a los ciudadanos la facultad hermenéutica. Los declara interdictos. Y debido, precisamente, a esa supuesta estulticia de los ciudadanos, considera pertinente prohibir la exhibición de determinadas obras de arte, si se trata de obras pictóricas, o su lectura y difusión, si se trata de obras escritas.
El celo inquisitorial opera con el binomio ortodoxia/heterodoxia y, simultáneamente, con la polaridad bueno/malo. Por eso, el celo interpretativo procede de manera semejante al de las sectas religiosas que prohíben la circulación de ciertas ideas y obras de arte, a fin de resguardar a la sociedad de la supuesta peligrosidad que está ínsita en ellas. Concretamente, el nuevo inquisidor (el inquisidor cultural, que trasciende al censor ideológico y también al viejo comisario político) quiere proteger a los insensatos —a los poco juiciosos o, simplemente, a los estúpidos— miembros de su comunidad del peligro que conllevan las interpretaciones heterodoxas y, en última instancia, del riesgo que conlleva la libertad de pensar por sí mismo.
Luis Oro
Académico Facultad de Gobierno, U.Central
[highlight bgcolor=»#ffffff» txtcolor=»#000000″]El contenido vertido en esta Columna de Opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja, necesariamente, la línea editorial ni postura de OvalleHOY.[/highlight]