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Opinión: Mi dios color rostro humano

En 1952, La Paloma era apenas un caserío, no más de diez familias habitaban el lugar. Sin embargo, era una estación obligada de Ferrocarriles del Estado, y contaba con correo y teléfono público. Años más tarde estaría bajo las frías aguas del embalse que lleva su mismo nombre.

Una de las familias residentes estaba constituida por don Francisco Castillo, su esposa Margarita Olivares y dos hijos: Segundo, de 20 años, y Miguel, de 12. Una familia muy católica, tanto que en su casa pernoctaba don José Stegmeier, el cura párroco de Sotaquí, en sus visitas periódicas al lugar para celebrar la Santa Misa.

El padre José tenía una especial predilección por Miguel, quien era un muchacho muy despierto y curioso; en aquellas ocasiones sostenían largas conversaciones sobre diversos temas que le interesaban al niño. Uno de ellos: la figura del padre Alberto Hurtado, sacerdote jesuita que se había hecho muy conocido en Chile por su carisma y su preocupación por los pobres y desvalidos de Santiago, especialmente de los niños que viven en situación de calle.

-Un hombre de Dios -le decía don José-, con una sonrisa muy hermosa y franca, y una alegría contagiosa. Muy solidario, piensa que, si bien es imposible acabar con la miseria, luchar contra ella es un deber sagrado.

Miguel terminaría admirando y tomándole cariño a este cura tan especial. Por eso, se entristeció mucho cuando en julio de 1952 supo que al padre Hurtado lo aquejaba una dolorosa y grave enfermedad, lo que hacía temer por su vida.

Un mes más tarde -el 18 de agosto- falleció el padre Hurtado en el Hospital de la Universidad Católica. Su muerte causó gran impacto y duelo nacional. Los periódicos y revistas publicaron artículos sobre su vida y su obra. A su funeral asistieron autoridades, políticos y mucha gente, sobre todo quienes lo conocieron y recibieron su amistad y solidaridad. El obispo Manuel Larraín lo despidió entonces con estas elocuentes palabras: “Si silenciáramos su lección, desconoceríamos el tiempo de una gran visita de Dios en nuestra patria”.

Miguel siguió los pormenores del funeral en la radio Minería.

Veinte años más tarde, en 1972, Miguel vive en Ovalle, en la población Fray Jorge. Tiene ahora 32 años de edad y ejerce como periodista en el diario La Provincia. En la población conoce al carpintero Juan Ramos Araya, de 71 años, con quien, a pesar de la diferencia de edad, se hace muy amigo. Cuando el joven finaliza su trabajo en el diario y regresa a su casa, no olvida pasar a saludar a su amigo para compartir un matecito o una cerveza y comentar las novedades del día. En cierta oportunidad, Juan le contó que en 1949 había conocido al padre Hurtado en una de las visitas que el sacerdote realizó a la zona, en su fiel camioneta color verde. El párroco de San Vicente Ferrer, don Luis Vicente Rodríguez, organizó entonces una reunión de sus feligreses con la ilustre visita, a la que asistió don Juan, quien había oído hablar sobre este sacerdote tan carismático. El carpintero era entonces un hombre taciturno, muy triste, al que nunca se le veía sonreír, pues estaba lleno de temores y rencores. Pero de aquella reunión saldría totalmente transformado, cautivado por la alegría y la amplia sonrisa del sacerdote.

En 1975, como todo joven que ha cursado estudios superiores y cree que los conocimientos adquiridos lo han hecho sabio, apenas recibido de periodista, Miguel había abdicado de su fe religiosa y se autoclasificaba como agnóstico. Sin más, dejaba atrás la educación religiosa que le habían dado sus padres y don José Stegmeier, por estimarla “supercherías”. Sin embargo, el “milagro” del padre Hurtado de convertir a la fe cristiana a don Juan, el carpintero, también obraría en él. En las conversaciones sostenidas con este, fue lentamente recuperando la fe perdida. A fines de 1974, volvió a asistir a misa y a otras devociones religiosas.

Don Juan tenía en su taller la imagen del padre Hurtado, aquella en que aparece con su sonrisa inigualable y sus ojos de visionario, y bajo esta un lienzo con la siguiente inscripción: “¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada, pero vale mucho”. Maestro y discípulo quedaban absortos meditando estas palabras y guardándolas en el corazón.

En diciembre de este mismo año muere don Juan Ramos Araya. A su funeral asistieron autoridades de la comuna, sacerdotes y religiosos, y las personas que supieron de su humilde santidad, reflejada en su sonrisa tan amplia como la del padre Hurtado.

La sonrisa de Dios.

Por: Fernando A. Ortiz C.

OvalleHoy.cl