Señor Director:
Algunos parlamentarios han expresado su malestar por las críticas que la ciudadanía y la prensa han efectuado al comportamiento que ellos han tenido en los días posteriores al terremoto. ¿Estarán sentidos? Todo indica que sí. Entonces, habrá que recordarles que quien se sube de manera voluntaria al banquillo de la plaza (gustosamente y, además, dando codazos para evitar que otros se suban) queda expuesto al juicio de los transeúntes. ¿Amnesia, ignorancia o frescura? Sin duda alguna que frescura. Por eso, su actitud es incoherente, inadmisible y exasperante.
Los políticos, por su propia naturaleza, deben ser escrutados minuciosamente por el público en la plaza pública. Concretamente, ¿por quiénes? Por sus electores y por los contribuyentes. En síntesis, por sus empleadores. El escrutinio de la cosa pública y de los hombres públicos es un deber ciudadano. El no hacerlo es propio de súbditos, militantes oficiosos y burócratas obsecuentes.
La inspección por parte de los ciudadanos es indispensable. Ella evita que el político dé rienda suelta a sus ansias de poder. Los políticos deben entender que el que aspira a tener protagonismo en el espacio público queda expuesto al juicio público. Pero ellos no quieren aceptar las consecuencias de esta sencilla y elemental premisa de la vida política republicana.
La molestia de los políticos radica en el hecho de que ellos se arrogan privilegios que son incompatibles con el orden republicano. Si ellos esperan ser tratados con pleitesía están equivocados. Tal expectativa tiene cabida en una monarquía, pero no en una república. Si ellos se exasperan porque son cuestionados deben buscar otro trabajo. Además, la incuestionabilidad (a veces con pretensiones de infalibilidad) es propia de la esfera castrense y de la eclesiástica, pero no de la política.
En los regímenes políticos democráticos nadie está obligado a hacer carrera política. El que quiere asumir algún tipo de responsabilidad pública o algún liderazgo político, lo asume libremente. El “derecho” a influir sobre los demás, a mandar a los demás, a estar por sobre los demás, tiene sus costos en una república. Y uno de esos costos es estar expuestos a las murmuraciones, a las críticas, a los cuestionamientos, a las impugnaciones y a las interpelaciones. Ellas no son dañinas. Por el contrario, contribuyen a garantizar la buena salud de la república. La república muere cuando se extingue la esfera pública. La unanimidad en una república es sospechosa y la lealtad incondicional al líder es nociva.
Quizás nuestros políticos carecen de espíritu republicano. Quizás tras su fachada dormita un comisario político, un autócrata, un dictador en potencia, un inquisidor camuflado, un dogmático intolerante, un cacique que no distingue entre sus intereses personales y el bien público. O, peor aún, que conscientemente antepone sus intereses personales al bien público. O, quizás, simplemente un hombrecillo infestado de inseguridades y miedos inconfesables, comenzando por el miedo a la crítica.
Dr. Luis R. Oro Tapia
Carén, comuna de Monte Patria