– ¿Qué le pasa al papá que le ha dado por ordenar su biblioteca? – pregunta extrañada una de mis hijas.Debe estar haciendo un recuento de ratones y arañas – añade la otra.
– ¿No habrá murciélagos? – pregunta a su vez, alarmada, la Lobita, la nieta menor.
Es verdad que he ocupado unos días de descanso para abrir las cajas que tengo arrumbadas a un costado de la habitación para revisar decenas de carpetas que se han ido acumulando, y en esta tarea he hecho algunos descubrimientos muy especiales, de archivos que creía perdidos o al menos no los recordaba cabalmente.
Por ejemplo un guion para un comic que íbamos a desarrollar con un amigo dibujante y que no prosperó. Lo leo y me admiro la imaginación que tenía el niño que lo escribió, en una época en la que aún era impensable llegar a la luna, la Guerra de las Galaxias, la fertilización asistida, etc. Y ahí está, en una de esas lo transformo en cuento o novela breve para niños.
También apareció un conjunto de relatos escritos no recuerdo cuando, que cuentan la historia de un pequeño diario, de una pequeña ciudad de provincia, en los que el protagonista es un joven aprendiz de periodista y que tiene como título “Tinta fresca”.
Finalmente, un tercero un conjunto de alrededor de veinte relatos escritos entre los 18 y los 23 años cuando vivía en El Trapiche, mi pueblo natal. .
Los escribí influenciado por la prosa de Ernest Hemingway en su primer libro de relatos, “En nuestro Tiempo”. O en el William Saroyan de “Mi nombre es Aram”.
De Hemingway me atrajo la narración ágil, libre de adjetivos, austera, que en pocas pinceladas era capaz de mostrar una escena o narrar una historia. Admiraba del entonces joven escritor norteamericano la capacidad de mantener a sus personajes charlando trivialidades durante varias páginas sin perder al lector.
De Saroyan, la habilidad de describir de manera tan liviana las experiencias de un niño de siete años hijo de emigrantes armenios avecindados en un valle de California, USA. “Ese niño puedo ser yo”, me decía entonces.
Y nada mejor para eso que mostrar a vuelo de pluma el paisaje que veía alrededor mío, con la gente, el pueblo, el río que pasaba a menos de cien metros de mi casa y que tanto conocía. El paisaje, el escenario era real, aunque los personajes ficticios, salidos de la imaginación de un joven pueblerino que aspiraba abrir las alas y conquistar el mundo.
Y así esos viejos relatos fueron acumulándose en una vieja carpeta en una caja de cartón en un rincón de mi oficina.
Y si después de casi cincuenta años me decidí a publicarlos, es porque pensé que sería lamentable que terminaran por perderse luego de mi desaparición.
Y aquí están bajo el título “Siempre el Mismo Río” que en los próximos días llegarán a Ovalle para recordar mis inicios en este querido oficio de la escritura.
¿Valió la pena rescatarlos?
Ahora usted lo resolverá.
Mario Banic Illanes
Escritor
