Qué sencillos eran aquellos tiempos en los que sólo comíamos “comida”. Hoy en cambio consumimos proteínas, carbohidratos, vitaminas, fibra, grasas, azúcares y minerales, todo tipificado en términos muy específicos. Analizamos con lupa los nutrientes de los alimentos que ingerimos además de restringir las calorías que nos aportan; y ante la más mínima licencia que nos damos nos embarga una culpa neurótica, capaz incluso de conducirnos a una depresión.
Eso por un lado, por el otro se observan las reacciones adversas que un número cada vez más importante de personas presenta al comer determinados alimentos.
Cuanto más se especializó en la clasificación de lo que comía e hizo un desglose más minucioso que le permitiese discernir y discriminar mejor lo que consumía, el ser humano fue condicionando la posibilidad de disfrutar con libertad uno de los placeres más elementales de la vida.
Paradójicamente, el boom de esta ciencia alimentaria no redundó en más salud para la población, sino al revés. Hace unas pocas décadas no se hablaba de celiacos, ni de intolerantes a la lactosa o a la histamina; y si existían no era a un nivel tan masivo como en la actualidad. Asimismo, los índices de personas con trastornos alimenticios como anorexia, bulimia u obesidad son altísimos en comparación a los del pasado.
La precariedad económica de antaño contribuía también al buen concepto que se tenía de la comida. Cada bocado se disfrutaba con gratitud y a nadie se le habría ocurrido manifestar el nivel de psicosis que se experimenta hoy en día. Demonizar los alimentos era impensado, su escasez los convertía en un bien muy preciado.
Un pasaje bíblico dice que no es lo que entra en la boca del hombre lo que lo contamina al hombre, sino lo que sale de ella, pues lo que sale de su boca proviene de su corazón, o dicho en otros términos, proviene de su mente.
No somos lo que comemos sino lo que pensamos, y en este caso puntual, somos lo que pensamos sobre lo que comemos. Las ideas que tenemos acerca de los beneficios de determinados alimentos provocará un efecto placebo, del mismo modo, el prejuicio que tengamos respecto a otros afectará psicosomáticamente a nuestros órganos, al extremo de enfermarlos. Nuestros conceptos de la salud y de la enfermedad juegan un rol sugestivo, y la asimilación mental de la comida repercutirá en el provecho o el daño que ésta pueda producirnos.
Existen casos de personas cuyo espectro de alimentos prohibidos es increíblemente extenso. El bloqueo mental que sufren es tan implacable que ven en la comida una amenaza latente. Tamaña restricción es una negación a la vida en su esencia, es privarse del goce de las bondades nutricias de la Tierra; también es desconocer la sabiduría propia del cuerpo, y su tendencia natural al equilibrio y a la regeneración.
Para llegar a tal punto de aversión, esas personas tuvieron que haber pasado por un asentimiento sistemático a un sinnúmero de otros pensamientos restrictivos. La manifestación de su intolerancia alimentaria sólo viene a recrear exteriormente un paisaje mental lleno de límites, miedos y autocensura.
Las creencias pueden ser más contagiosas que la más contagiosa de las enfermedades, y hay ideas que se han aceptado tan receptivamente y sin mayor análisis crítico, que han llegado a convertirse en una verdadera hipnosis colectiva. No por nada han proliferado las farmacias de una manera tan explosiva en los últimos tiempos. Por una parte se presume que la alimentación cotidiana es deficiente en el aporte de nutrientes y vitaminas, y esta creencia auspició el auge de la industria dedicada a los suplementos alimenticios y de dieta. En paralelo, se trabajó arduamente para convencer a las personas de los peligros que reviste la comida por la nocividad de ciertos alimentos. Sin embargo, es una gran ironía que haya mayor tolerancia a los fármacos de composición química -supuestamente encargados de contrarrestar las incompetencias del organismo humano- que a la ingesta de alimentos que provienen de la naturaleza. Es una lógica carente de la misma.
Patricia Badilla
Escritora