InicioultimasOpiniónExageradamente Nápoles

Exageradamente Nápoles

Freno en seco el paso y la Vespa pasa rozándome con una familia entera arriba: papá, mamá y tres niños. El frutero gordo de la esquina le sencilla euros al camarero de la trattoria del frente que con un grito le responde: “grazie mille Gennaro, sei un santo”. Los niños vestidos con camisetas celestes de Maradona y Cavanni persiguen la pelota sin importar el tráfico o los peatones. En estas calles de piedra apenas cabe un auto y no hay veredas. Las ropas y sábanas secándose a vista de todo el mundo le dan un aire de carnaval permanente. Una mujer grita mirando al cielo, de arriba cae un canasto atado a una cuerda que después su madre tira a mano para que la hija no tenga que subir los seis pisos con las compras por la escalera. Un grupo de señores de boina ríen a viva voz y comen en el mostrador de un bar una pizza margarita doblada. Las calles de los Quartieri Spagnoli (Barrios Españoles) de Nápoles ofrecen esto, una historia cada dos pasos. Un lugar como sacado de una película de la época de oro del cine italiano. Un caos natural y seductor. El desorden, el histrionismo y el ruido le dan personalidad a este sitio que transcurre a ritmo de bocina y grito.

Al llegar a Nápoles parece que todo es una puesta en escena, algo medio teatral, caricaturesco. Pero con el pasar de los días uno se da cuenta que la personalidad de este puerto, de farsa no tiene nada. En la ciudad más grande del sur de Italia la vida parece dos veces más intensa. La gente habla con las manos, sube el tono, gesticula, maneja como se le antoja, come como si se fuera a acabar el mundo. Se toca, se palmotea, se besa, rompe en risa en cada esquina.

Mientras en Milán, Roma y Turín los termómetros no alcanzan los cuatro grados, en Nápoles el sol se asoma con personalidad y la gente responde como siempre, saliendo a la calle. El límite entre lo privado y lo público es difuso en esta ciudad sinuosa. La puerta abierta, las cortinas corridas. Las iglesias incrustadas en las plantas bajas de los edificios, los patios interiores como parques y ermitas, cualquiera puede entrar y prenderle una vela al santo de turno. La ropa tendida en la calle, los maceteros colgando. Las señoras sentadas en sillas afuera de sus casas, bordando y conversando al sol.

A comienzos del siglo pasado el viajero y filósofo alemán, Walter Bejamin, retrató así la vida napolitana: “Torrentes de vida comunitaria recorren todas las actitudes y todos los menesteres individuales. La existencia, el más privado de los asuntos para los europeos del norte, es aquí una cuestión colectiva…”.

En la comida, no escatiman. Comer es sagrado en Italia y en el sur más todavía. Una experiencia que tiene que ver con la calidad, la abundancia y la calidez. Las pizzerías y trattorías son lugares alegres donde los camareros gritan y la gente disfruta de reunirse para comer. Pizzas margaritas y marinaras salen de los hornos a leña. Mozzarella de búfala, prosciutto, ricotta fritta, pasta y papa, friarielli, pez espada, mozzarella apanada se ven en las bandejas de los cameranos que serpentean entre las mesas. Olores a mar, tierra y fuego inundan estos lugares. Placeres mundanos que parecen divinos.

Mundanos como el fútbol, y divinos como lo es Diego Armando Maradona en esta parte del mundo. El fútbol, tan importante como la comida para Nápoles, tiene un hijo pródigo, y es zurdo y latino. En cada bar, en cada restorant, en cada negocio hay algo que recuerda el paso del 10, aunque hace 25 años que no pise el Estadio San Paolo. Una foto, un poster, una camiseta firmada por el ídolo. Un altar con sus cabellos que recuerda las alegrías que les dio. Esa alegría de pararse de igual a igual frente a los poderosos del norte. Ese orgullo de existir y de ganar. La historia de amor entre Maradona y Nápoles está llena de anécdotas. El día después de los festejos por el primer Scudetto, en el cementerio de la ciudad se leía un rayado en una pared: “No saben lo que se perdieron”. En el Mundial del 90, Italia jugó la semifinal contra Argentina en Nápoles, esa vez la gente apoyó a la albiceleste por sobre su propia selección. Un amor profundo que la ciudad grita a los cuatro vientos como cada amor que tiene.

Nápoles se ama a sí misma, ama su forma de ser. Ama su ánimo latino, a veces más latino que el de nuestra propia América. Un lugar de gesto amable y sangre caliente. De saudade, dirían en Brasil. De nostalgia alegre, de ritmo de carnaval que no se quiere acabar. Otra vez voy a las crónicas de Walter Benjamin: “En Nápoles los días de fiesta impregnan irresistiblemente todos los días laborales. La porosidad es la ley que siempre vuelve a descubrirse, inagotable, en esta vida. ¡Hay una huella de domingo escondida en cada día de semana y mucho día de la semana en este domingo!

Ignacio González Mas
Periodista, Bachiller y Licenciado en Comunicación Social
Pontificia Universidad Católica de Chile

OvalleHoy.cl