Recuerdo ese día cuando, siendo periodista del Diario La Provincia de Ovalle, llegó hasta nuestras oficinas en calle Libertad una conocida dama representante de una institución del Adulto Mayor para reclamar por una crónica escrita por mí.
El reclamo en sí apuntaba al hecho que en mi escrito yo me refería a los integrantes de un club que habían efectuado una simpática actividad de celebración como “ancianos” o, aun peor, “abuelitos” y “abuelitas”. La dama, escuchaba yo desde mi escritorio, aseguraba al Director que a estas personas no les gustaba que los trataran de ancianos, abuelitos, tatitas ni nada de eso. Ellos preferían recibir el trato respetuoso de “adultos mayores” que, en su opinión, les confería la dignidad que se merecían.
Entonces, con la juventud de aquellos años, me pareció una soberana tontera. Y, ahora ya viejo, lo sigo creyendo así.
En mi opinión mientras sea con respeto, no importa la manera que se llame a la persona que ha llegado a ese estado de edad que el diccionario de la Real Academia Española define como ancianidad.
Ha corrido desde entonces mucha agua bajo el puente y ya la expresión “adulto mayor” ha sido institucionalizada para nombrar a las personas que han traspuesto la edad adulta. Así como han sido instituidas expresiones similares para nombrar otras cosas. O prohibido socialmente locuciones que han estado presentes en nuestro lenguaje desde siempre.
El 1 de octubre fue el día elegido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para celebrar el Día Internacional de las Personas de Edad y, de este modo, promover un cambio cultural que acoja a los adultos mayores y combata la discriminación y estereotipos negativos asociados al envejecimiento.
En Chile, esto es celebrado en dos fechas distintas: el Día del Adulto Mayor se celebra el 1 de octubre, según el Decreto Supremo Nº 125 de 2004; y el 15 de octubre se celebra el Día Nacional del Anciano y del Abuelo, según el decreto 754 del Ministerio del Interior de 1977.
Chile es un país que vive un proceso de envejecimiento acelerado. Hay 2.885.157 personas mayores, que representan el 16,7% de la población. De ellos, un 42,7% son hombres y un 57,3 % mujeres.
A nivel mundial la situación no es distinta. Las estadísticas señalan que, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), para el 2050 el mundo tendrá más personas mayores de 60 años que niños.
El tema es que, sin importar como se nos llame, lo importante en esta fecha es reflexionar sobre la necesidad de dar al viejo, al anciano, al abuelo o al adulto mayor, la dignidad que merece luego de entregar a la sociedad los mejores años de su vida.
Los adelantos de la ciencia, la medicina o como se llame, han contribuido a mejorar la calidad de vida y al mismo tiempo aumentar las expectativas de vida a las personas. Cifras recientes entregadas por la Organización Mundial de la Salud señalan que el promedio de esperanza de vida de la población en nuestro país es de 80, 5 años, la más alta de Latinoamérica. En las mujeres, la expectativa es de 83 años, y en los hombres 79.
Es algo que, como país, nos causa satisfacción. Pero la tarea urgente ahora es que a esas personas no solo se les ofrezca una mayor longitud, sino una mejor calidad de vida: esto es acceso a fondos de pensiones dignos, para que puedan lograr el descanso y la tranquilidad que se merecen sin tener que prolongar su vida laboral para complementar sus ingresos.
Que tengan acceso a un sistema de salud de mejor calidad y con mayor especialización en geriatría. Pero mejor, que esos miles de ancianos no tengan que levantarse de madrugada para llegar por sus propios medios a un alejado hospital o a un consultorio para, mezclados con cientos de otras personas de distinta edad y características, recibir atención a sus necesidades. Sin que les digan que tienen que regresar al mes siguiente.
Que tengan acceso al respeto de quienes constituyen su entorno. Que tengamos ese respeto .
No, en lo personal no me importa cómo me llamen – viejo, anciano, abuelo, tatita o con ese eufemismo de adulto mayor – , pero quiero que me respeten: respeten mi derecho a equivocarme, respeten mi lentitud de movimientos y de pensamientos, respeten mi derecho a olvidarme. Respeten mi derecho a orinarme en los pantalones, a no controlar esfínteres en la noche, a derramar la sopa cuando intento alimentarme por mi mismo manchándome el pecho de la camisa.
El derecho a jugar con los nietos, sin que la familia se ponga en alerta si los cojo para levantarlos unos momentos como solía hacer con los hijos. A dormir todo el día si me da la real gana y a desvelarme en la noche. Respeten mi derecho a ser tomado en cuenta en las decisiones de la casa, mi derecho a molestarme, a enojarme, a lanzar todo a la mierda cuando no soy escuchado como lo hacían antes. Porque también he ido perdiendo la capacidad de controlar impulsos.
En este día especial, es importante que todos nos sentemos a reflexionar y hagamos juntos algo al respecto para continuar avanzando en todos estos sentidos.
A veces alguna de mis nietas sube hasta mi biblioteca mientras trabajo y, después de recorrer con los ojos los cientos de libros que pueblan los estantes de los muros, pone una mano en mi rodilla y me pregunta:
“Tata ¿y tú te has leído TODOS estos libros?”.
“Si, hija. Los he leído todos”.
Y me siento emocionado por la admiración y el reconocimiento que percibo en sus ojos. Tal vez pensando a sus cortos tres años todo el camino que aún tendrá que recorrer para llegar a eso mismo.
No, no me importa cómo me llamen. Porque me siento más que reconocido por esa sola mirada.
Mario Banic Illanes
Escritor
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