Hace 50 años y siendo un adolescente liceano, bajé caminando en esa tarde noche desde mi hogar ubicado en la JTO hacia nuestra ya hermosa Plaza de Armas.
Para quienes vivíamos allá “ arriba “, cómo se decía entonces, teníamos tres posibilidades para bajar, caminando o corriendo según fuera el apuro, para “ venir “ al centro de Ovalle: una por el medio del barrio Bellavista para llegar frente a la calle Santiago, otra por Las Revueltas para desembocar frente a la calle Victoria y la bajada del Colegio Amalia Errázuriz, de ese entonces, que nos permitía conectarnos con calle Miguel Aguirre.
Demás está decir que la mayoría del trayecto era por lugares de tierra , hoy son pavimentados, y que los más precavidos traíamos un trapo para limpiarnos los zapatos ya que en esos tiempos era de caballero usarlos limpios y brillantes y también que la locomoción colectiva que hacía el recorrido hacia “ arriba “, eran dos destartaladas micros dadas de baja en Santiago y que mientras una andaba “ arriba “ la otra andaba “ abajo “ y se iban alternando en su recorrido aproximadamente cada media hora.
Ya en la Plaza de Armas , dónde nos reuníamos los jóvenes de la época ( o “ coléricos “ cómo nos motejaban los adultos ) a escuchar los últimos éxitos rockcanroleros venidos de EEUU o los de la incipiente Nueva Ola chilena que eran transmitidos por altos parlantes o a conversar con nuestros amigos , sólo los más audaces se atrevían a conversar con las “ niñas “ del Liceo , de la Amalia, de la Providencia o de la Vocacional ( ya no existe ) quienes armaban grupos apartes.
En esos tiempos el permiso de nuestros padres era generalmente el día sábado de 7 a 9 de la noche y era la gran salida nocturna del fin de semana ( y éramos felices con tan poco), so pena de que si no volvíamos a la hora acordada, quedábamos castigados sin salida en sábados siguientes de acuerdo a lo estrictos o no que fueran nuestros padres, que en estricto rigor la mayoría lo eran.
Ese día , por ser domingo, mis padres me autorizaron extraordinariamente a «bajar» a ver dónde podía ver tan magno evento, así dirigí mis pasos hacia un local frente a la Plaza de Armas, ubicado en calle Miguel Aguirre, donde hoy hay una empresa de celulares, famoso en aquel entonces: «El Derby». Elegí ese local porque era uno de los pocos que tenía TV ( blanco y negro) y en nuestras casas no teníamos, salvo algunos privilegiados, y con toda pachorra pedí una mesa y sirviéndome una Coca Cola y al igual que los parroquianos, casi todos adultos, fijábamos nuestras miradas en el televisor esperando el gran momento.
Comenzó la transmisión, un tanto borrosa, y ante nuestro asombro y perplejidad y en medio de aplausos y emociones encontradas, Neil Amstrong pisó la luna por primera vez en la historia de la humanidad y dió esos pasos lentos, luego plantaron su bandera y recogieron trozos de roca y polvo lunar.
Me retiré feliz y emocionado y apurando mucho el paso ya que me había excedido en demasía de la hora tope del permiso, llegué a mi casa y cuando tuve que dar las explicaciones de rigor, mi padre entendió y sólo me castigó con un fin de semana sin salida.
Pese a ello, me acosté feliz de haber sido un testigo privilegiado de esta proeza humana, recordando lo visto y sabiendo que algo importante podía contar a mis hijos cuando los tuviera.
Aún no aquilataba la transcendencia del ser humano, tan pequeño que somos en la inmensidad e infinidad del universo y en el triunfo de la inteligencia humana, que cuando es usada para buenos fines , es capaz de alcanzar hitos inimaginables. Esa noche sólo me preguntaba: y cómo van a volver?, llegarán bien?, cómo será el aterrizaje en la Tierra? , aunque esa ya era harina de otro costal.
Así que me dormí feliz esperando la vuelta a mi Liceo de Hombres Alejandro Alvarez Jofré, dónde de seguro mis profesores comentarían junto a quienes éramos sus alumnos este gran suceso de la Historia Universal que hoy 20 de julio recordamos.
Luis Guillermo Castillo Tapia
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