
Cuando el reloj marcaba alrededor de las veintidós horas, la envolvente noche cubría el paisaje en la reserva de las chinchillas. Sin embargo la luminaria de un solitario poste mantenía a raya la oscuridad, alejándola algunos metros a la redonda de la sede administrativa.
El sello de una noche apacible se consolidaba con el momentáneo silencio de la carretera cercana. Habían transcurrido alrededor de dos horas desde ese casi imperceptible momento de inflexión entre el día y la noche, ese mágico instante en que las cosas parecen adquirir otra dimensión.
Sin embargo cuando todo parecía rutinario, una fantasmal imagen alada emergió desde el oscuro cielo nocturno sobre el poste del alumbrado. Apareció tan sorpresivamente que daba la impresión de que había atravesado un vórtice desde otro plano existencial. Con sus enormes alas blancas extendidas, se posó en la cima del poste emitiendo un impresionante grito que más bien parecía una mezcla entre graznido y chasquido.
Las estridentes notas emitidas por su garganta inundaron cada rincón, expandiéndose por aire y por tierra como si fueran capaces, no sólo de atravesar el intrincado follaje de árboles y arbustos, sino que además de penetrar los laberintos del subsuelo, generando la inquietud de múltiples criaturas silvestres en lo más íntimo de sus madrigueras. La rutinaria noche había dado un vuelco espectacular, una formidable lechuza blanca había aparecido en la escena aportando a los acontecimientos un ritmo de expectación.
La importancia de estos formidables depredadores, para mantener sanas las poblaciones de la fauna silvestre que habitualmente forman parte de sus presas, adquirió una singular connotación en esa noche teñida de matices sobrenaturales. Sin embargo esta lechuza en particular despertaba en mí un interés muy especial…
Hace algún tiempo, un grupo de participantes de un curso de fotografía de naturaleza, trajo a la reserva de las chinchillas una lechuza blanca en muy malas condiciones. Procedentes del humedal de Huentelauquén, venían a fotografiar aves en nuestro abrevadero y en el trayecto la habían encontrado tendida en la carretera. Aunque aparentemente no se observaban heridas externas, estaba muy débil y sus expectativas de sobrevivencia eran escasas.
Después de informarnos sobre las circunstancias de su hallazgo, los improvisados rescatistas la dejaron en nuestras manos. A partir de ese momento la instalamos en una jaula dentro de una pequeña bodega, para intentar revertir su lamentable estado. En cuanto obtuvimos los trozos de carne necesarios, hicimos el primer intento de hidratarla y alimentarla.
Con este propósito algunos guardaparques de la unidad, nos dimos cita convocados por esta acción, decisiva para la vida de este singular personaje de la noche. Uno de nosotros la sostuvo asegurando sus filudas y respetables garras, mientras que el otro cortaba y empapaba en agua los trozos de carne. A mí me correspondió la delicada tarea de abrir su hermético pico he introducir el alimento en su garganta.
Al comienzo parecía que esta desvalida criatura había perdido la capacidad de engullir; su cuello se doblaba inclinando la cabeza y sus ojos se cerraban como si estuviera resignada a morir, pero después de nuestra insistencia ocurrió el milagro…
Mientras empujaba el alimento introduciendo casi todo mi dedo en su garganta, sentí la suave presión de la deglución, esta especie de contracción traqueal envolvió suavemente el tacto de mi dedo, como una débil esperanza que se acrecentó cuando al instante el pequeño trozo de carne desapareció en sus entrañas.
Esta cuidadosa acción de alimentación manual, se repitió varias veces con el mismo patrón; una suave presión con el dedo sobre el alimento seguida por las contracciones de la garganta al momento de tragar, aumentando nuestro optimismo sobre el desenlace de este episodio, en el que su principal protagonista iniciaba el regreso a la vida.
Después de forzarla a tragar varias veces, la reubicamos en la jaula esperando que durante la noche recuperara energías. Al día siguiente muy temprano fui a verificar su estado y con sorpresa descubrí que su recuperación había sido milagrosa. Estaba completamente de pie con sus ojos muy abiertos observando cada uno de mis movimientos.
Pero tal como lo afirma el adagio popular, un prematuro desenlace vino a confirmar que en la confianza está el peligro. Durante su segunda sesión de alimentación colaboró bastante, puesto que apenas sentía la presencia de los trozos de carne en sus fauces se empeñaba en engullirlos.
Aunque estábamos muy optimistas por su progreso, pensábamos que serían necesarios varios días de cautiverio y alimentación asistida, para que se recuperara completamente. Pero al sacarla de la jaula para facilitar la maniobra de alimentación, en el momento menos pensado, expandió sus alas y saltó por encima de nosotros escapando por la puerta entre abierta de la bodega, en un inusitado despliegue de energía.
Contra todos nuestros pronósticos remontó el vuelo en pleno día y se posó en la cima del techo del Centro de Información Ambiental. Permaneció un par de minutos en ese lugar girando la cabeza y observando su entorno como si tratara de orientarse. Finalmente desplegó sus alas y se alejó volando hasta desaparecer en las ondulaciones de un faldeo, en dirección al nacimiento de una quebrada.
No puedo asegurar de que se trata del mismo ejemplar, pero a partir de ese acontecimiento, comenzó a escucharse por las noches el grito de una lechuza en el entorno de la sede administrativa y de cuando en cuando se deja ver su blanca y silenciosa silueta, posándose sobre alguna improvisada percha o surcando el cielo nocturno, investida de un inquietante halo sobrenatural, acentuado por el contraste de luces y sombras como si se tratara de un misterioso espíritu de la noche.
Mario Ortiz Lafferte