Cuando cursaba Cuarto año de Humanidades en el Liceo de Hombres de Ovalle (1957) fui inscrito, en el Equipo B del Deportivo Liceo que participaba, cada domingo, en el torneo oficial de la ciudad. La inscripción no se debió a mis habilidades futbolísticas, sino a la amistad con los atletas del curso.
Me exigieron una foto tamaño carnet, un certificado de nacimiento y la autorización notarial de mis padres. Aún recuerdo las palabras de Augusto Luco, capitán del Primer Equipo: “Si algún día, el Real Madrid requiere de tus servicios, deberá pagarnos una millonada por el pase”. Esa noche no pude dormir. No sé si de risa, nervios o ingenuidad.
Debo confesar que de los cuarenta y ocho partidos programados, ocupé la banca de suplentes en cuarenta y siete oportunidades. Sólo jugué el último partido, gracias a un resfrío rebelde que afectó wing derecho, titular del equipo. En esa ocasión metí el único gol de mi vida. En realidad, no fui yo quien lo marcó, sino el destino, la suerte, el azar. El “Burro” Pacheco, defensa central liceano, mandó un disparo desde fuera del área que golpeó en el travesaño, rebotó en mi canilla (sentí crujir el hueso) y caí al tierral aullando de dolor. Desde esa incómoda posición, vi a la pelotita entrando al arco contrario como pidiendo permiso y marcando el único gol del partido.
Por supuesto, nadie gritó el clásico ¡¡¡goool!!!, nadie vitoreó ni agitó banderas. Nadie corrió a abrazarme, ni felicitarme, ni levantarme del tierral. No fue el único agravio. El diario local, publicaba los lunes, el nombre de los goleadores del domingo. Con el cuerpo adolorido como si me hubiesen apaleado, corrí al kiosko de la Alameda a comprar “La Provincia” Ni siquiera me mencionaban.
Sin duda, había sido el gol más fome, más feo y más triste en la historia del balón pie.
A partir de es experiencia, preferí la soledad y el silencio de las bibliotecas a la algarabía de los estadios.
Rolando Rojo Redolés
Escritor