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La enriquecedora y emocionante experiencia de mis cuatro días en una sala de Cirugía

Cuando el doctor Fernando Arab, luego de examinar las placas de mi escáner, me anunció, a eso de las ocho de la noche del martes 17,  que tenía que hospitalizarme –  ahora, ya – se me entró el habla.

Es que no recordaba la última vez que estuve en un hospital, que no fuera para visitar a un familiar enfermo, recibir el nacimiento de una hija o una nieta, un amigo en apuros de salud o para hacer un reportaje a algo. ¿Pero yo hospitalizado?

Mas aún cuando me sugirió que, en lugar de recuperarme en Pensionado, me quedara en sala común. Yo había visto tantas veces a la pasada, en alguna visita profesional, las salas comunes y entonces había pensado en lo difícil que sería estar en esas condiciones.

Las circunstancias sin embargo me han hecho cambiar totalmente de opinión. La de los últimos días en la Sala de Mediana Complejidad del Servicio de Cirugía del Hospital Antonio Tirado ha sido una de las experiencias mas enriquecedoras de mi vida.

Cuando en las primeras horas de la madrugada del día siguiente, me sacaron del pabellón en una camilla para llevarme a la sala de recuperación, parecía un cuento de Cortázar. Largos pasillos en penumbras, y yo decúbito dorsal mirando pasar las luces del techo, puertas que se abrían y cerraban , voces de funcionarios sin rostros que conversaban entre sí.

Luego el ingreso a la sala común, donde me reubicaron junto a otros cuatro ocupantes, que no obstante el ruido, y la luz encendida, no parecieron darse cuenta de mi ingreso. Enseguida quedar en la sala, pasándome mil películas acerca de mi futuro próximo , sin poder dormir. Siempre tendido boca arriba , en la única posición en la que podía estar por una sonda insertada en mi costado izquierdo conectada a una máquina invisible que burbujeaba a un costado de la cama, y la otra sonda del suero a mi brazo derecho. Escuchando los lamentos de dolor de algunos de mis compañeros de pieza, o que llegaban por el pasillo.

Cuando finalmente había logrado conciliar el sueño, a las seis, se encendieron las luces de la sala para comenzar las rondas de enfermeras, doctores, que entre todas las cosas te preguntaban “De uno a diez… ¿Cuánto le duele?”. Doce. O la que llegaba con una jeringa y te aseguraba, “esto no va doler”, pero que igual (cobarde para las agujas) dolía como los rediablos.

El resto de la mañana la dediqué a escuchar a mis otros cuatro compañeros de pieza, que uno a uno fueron despertando para saludarse y conversar entre sí: Don Heriberto, a mi derecha, junto a la ventana; don Leonidas, don Renán, y don Ricardo, de un rango de edad de 56 a 84 años, que desde hace varios días esperaban turno para una operación, terminar sus tratamientos , o conocer con exactitud cuál sería su futuro: el alta, tratamiento u operación. Sólo faltó a la lista de la mañana el “gordito”, el Fabián, al que entre gallos y medianoche trasladaron a la sala vecina para cederme su cupo. Luego las bromas entre sí, incluso sobre sus propias situaciones, o bien procurando darse ánimos para lo que venía.

–    Leónidas, te van a sacar una carretillada de piedras de la vesícula – escuchaba que decía uno.
–    A mí ya me van a incluir en el inventario del Hospital. Hace veinte días que estoy acá – decía otro.

Y enfermeras, médicos, asistentes, nutricionistas que en las horas siguientes entraban y salían para preocuparse de nuestra situación. Y preguntar invariablemente en cada cama: “de uno a diez… ¿Cuánto le duele?”.

Hasta que al mediodía llegó la hora de las visitas e hizo su aparición mi esposa , la Gorda, y la sala de manera gradual se fue llenando de gente – en rigor, dos por cama, que se turnaban luego de unos minutos. Gente en su mayoría que se conocían desde los días anteriores, conversaban entre sí, se ayudaban en pequeñas cosas como lavar una taza, tirar la basura, apoyar a alguno que aún tenía dificultades para levantarse e ir al servicio higiénico, etc.

En los próximas horas descubrí entre esa gente un enorme y conmovedor sentido de la solidaridad, sin importar los distingos sociales , de edad, o formación intelectual. Todos éramos seres humanos metidos en el mismo berenjenal.

En los  días siguientes mi familia, la Gorda en especial, enganchó en el sistema, y estaba como una más colaborando en hacer más llevadera la situación de unos y otros. Intercambiando experiencias con hijas/os, esposas, yernas, etc. Como si se conocieran de toda la vida. Y yo definitivamente había terminado por ser adoptado por el resto de la sala.

Al tercer día las bromas iban y venían de uno lado a otro de la sala. Aunque no faltaba el que reclamaba, como en el Jappening, “no me hagan reír más por favor, que se me abren los puntos”.

También agradezco la oportunidad de haber podido conocer por dentro, boca arriba, el funcionamiento de una parte del Hospital de Ovalle. En estos cinco días que estuve, conocí de todo.

Desde la atención de cada uno de los médicos que me visitó y se preocupó de mi situación.

En especial de los funcionarios que en distintos turnos tuvieron día a día el cuidado de la sala.

¿Cómo estuvo la atención en estos días?, me preguntó el médico tratante en una de su última ronda antes del alta.

–    Todos los funcionarios cumplen su trabajo con eficiencia, doctor, pero hay muchos que le agregan un poco más. Y eso hace una gran diferencia – le respondí.

–    Tiene razón. Ese “poquito de más” hace la diferencia – reconoció él

Está la funcionaria (“la vieja pesada”, como la llaman los pacientes apenas se marcha) que hace y dice las cosas de manera correcta aunque mecánica. Y es su trabajo. Pero también está aquella otra que añade cariño, empatía con quienes atiende, siempre con una sonrisa o una frase de aliento, lo que hace una diferencia importante y hace más fácil la incertidumbre de la espera de los pacientes. Aún echándose a la espalda problemas personales: desde la que no tiene donde dejar a su hijo porque la mamá ha enfermado;  la que tiene un horrible dolor de cintura y arrastra el cuerpo por los pasillos (y a pesar de todo se ríe) ; la que anda con una muela a la miseria, o está preocupada por una hermana muy enferma a la que tendrán que intervenir quirúrgicamente. E igual “aperran”, incluso con una sonrisa.

Y agradecen cuando uno de los pacientes, a su llegada al día siguiente les pregunta:

–    ¿Y.. como amaneció su hermana hoydía? ¿Se mejoró la mamá, ah?

Todos los días entregan decenas de capsulas distintas, inyectan, cambian las sábanas, botan orinales, hacen el aseo a los más ancianos o enfermos, hacen informes para la ficha clínica que posteriormente conocerán los médicos tratantes. Todos los días.
Me digo que tal vez una de ellas el día de mañana, pasado, o al mes siguiente, como consecuencia de la complejidad de su labor,  hará un procedimiento equivocado y vendrán las consecuencias. Tal vez incluso aparezca en el diario.

Me hubiera gustado despedirme de cada una de ellas y ellos al momento del alta, pero no se pudo. Apenas de mis compañeros de sala, con un nudo en la garganta y un apretón de mano, para desearles la mejor de la suerte en lo que restaba de su estadía.

Sé que recién estoy terminando la primera parte en mi recuperación, y debo seguir, con quienes me atienden,  explorando las causas que me llevaron al hospital para que no se repita.

No deseo volver a pasar por lo mismo, desde luego, pero sin duda que esta ha sido una de las experiencias más enriquecedoras y emocionantes de mi vida. Y creo que salí de ella un poco, o un mucho, mejor persona.

Un abrazo para todos los que la compartieron conmigo.

Mario Banic Illanes
Escritor

OvalleHoy.cl