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La faceta olvidada de mi amigo Guillermo

Guillermo Pizarro Vega pasará a la historia de la cultura ovallina como un estupendo artista plástico, un talentoso escritor o un genial investigador genealógico, con obras que perdurarán a lo largo del tiempo.

Yo lo recordaré sin embargo como un hábil dibujante y caricaturista.

Con Guillermo nos conocimos en el viejo Liceo de Hombres, allá por la década de los sesenta, cuando ambos bordeábamos los 16 años o algo así. Éramos fanáticos de las revistas de historietas y, bajo la mirada tolerante de nuestras respectivas familias,  gastábamos horas y horas dibujando a los personajes favoritos o creando nuestras propias historias en cuadernos que se perdieron en el tiempo.

Nos volvimos a juntar ya avanzada la edad, por ahí por fines de los setenta, cuando se avizoraba la llegada de la democracia, y amanecía en Ovalle una pujante Feria del Libro en la hoy desaparecida Plaza de la Juventud. ¿La recuerda? Esa plaza que quedaba donde hoy se levanta el edificio de los Servicios Públicos, lugar de reunión de estudiantes y enamorados.

En esta feria Guillermo nos sorprendió con caricaturas de gran parte de los participantes, asombrosamente certeras y hechas con una facilidad asombrosa.

Cuando en los años siguientes emprendí la tarea de echar a caminar el Diario El Ovallino, llamé a Guillermo para formar parte del equipo original, pensando en aprovechar sus habilidades para redactar textos. Pero principalmente, para materializar un añejo anhelo de ilustrar el diario de cada día con una imagen que ilustrara el acontecer diario de la ciudad a través del humor.

Al día siguiente él llegó bajo el brazo con una carpeta con los personajes que participarían de este proyecto: uno de ellos era un pequeño huaso, y un inseparable compañero, que se parecía extraordinariamente al Conde Madina, secretario del abogado Manuel Cortés en cuya oficina nos habíamos reunido por primera vez para dar inicio al proyecto del diario. A veces lo secundaba un tercer personaje que recordaba de manera sospechosa a mi tío Nibaldo Illanes, el “León de Los Peñones”.

De ahí en adelante, por la página 3 del diario El Ovallino, todos los días desfilaron los más diversos personajes de la sociedad local: autoridades, artistas, comerciantes, deportistas, que aparecían ora conversando con los protagonistas (para comentar una situación de actualidad local o nacional) o bien pasando junto a ellos por la calle.
En los años siguientes llegó a  ser un ejercicio diario de los lectores identificar quienes eran esos protagonistas secundarios (¿No es el alcalde Peralta?, ¿No es la señora Laura?. Ese se parece a don Juan Meruane… ¡Que no es el obispo!!) , y manifestar su admiración por la habilidad del autor para retratarlos en una época en la que no existía el apoyo de computadores, cámaras digitales, o de revistas, diarios desde donde extraer esas imágenes.

¿Cuántos dibujos fueron en total? Trescientos, cuatrocientos, quinientos? No lo recuerdo, aunque él sí llevaba una cuenta pues los numeraba al pie de la imagen.
Cuando me retiré del diario, por desacuerdos con la línea editorial de sus propietarios, una de las únicas pertenencias que me llevé  a casa, fueron una parte de esos dibujos que rescaté de talleres.

El pasado jueves 1 de septiembre después de asistir a su misa de despedida – una misa tan triste, porque Guillermo merecía mucho más – llegué a casa para revisar los dibujos que guardo en un cajón, volver a reír con ellos y aferrarme a ese pasado escurridizo.
Y me he tomado la libertad de seleccionar algunos de estos dibujos para compartirlos con los lectores , casi treinta años más tarde.

Tal vez para traer a la memoria a esos adolescentes liceanos que pasaban horas llenando cuadernos de dibujos que nunca nadie alcanzó a ver. O recordar la última vez que estuve con Guillermo , ese 24 de abril al mediodía, cuando sentados en un banco de la plaza, bajo un jacarandá, conversamos y bromeamos respecto a nuestras respectivas enfermedades y de cómo nos había sorprendido el “viejazo”. El luego iría a la Quinta Región para una delicada intervención quirúrgica y yo al día siguiente viajaría a Santiago para hacerme unos exámenes que me tenían preocupado. Eso sin saber que era la última vez que nos veríamos.

Si lo hubiera sabido talvez hubiera procurado alargar ese momento.
Ahora, revisando esos viejos dibujos y recordando esa despedida, lloro solitario delante del computador como un viejo tonto.

Guillermo, don Alfonso (como lo llamaba), cerruco… Adiós amigo entrañable.

Mario Banic Illanes
Escritor

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