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Opinión: Radicalismo político

Los radicales creen saber certeramente quién es el padre de la culebra y quién es la madre del cordero. Es decir, cuál es la causa última del mal y del bien respec-tivamente. Son iluminados y, como tales, intransigentes e intolerantes.

Puesto que la polisemia incita a equívocos es pertinente efectuar una aclaración preliminar. El radicalismo aquí referido no tiene relación alguna con lo que va quedando del viejo Partido Radical chileno ni con otros partidos de igual denominación en otros países hispanoamericanos.

El radicalismo político es un fenómeno del mundo moderno —tal vez sea vástago de corrientes cristianas secularizadas— que se expresó por primera vez con particular vehemencia en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVII, en Francia en el último cuarto del siglo XVIII, en algunos países europeos en el período de entreguerras y en el tercer mundo en la segunda mitad del siglo XX. Se suponía que la tibieza de la posmodernidad terminaría secando cualquier brote de radicalismo. Pero el diagnóstico no era del todo correcto ni el pronóstico se ha cumplido a cabalidad. Por aquí y por allá en casi todo el mundo occidental se advierten rebrotes de radicalismo político.

¿Cómo identificarlo?, ¿qué fines persigue?, ¿qué medios emplea? Estas preguntas no se pueden responder si previamente no se responde esta otra, ¿cuáles son sus características distintivas?

Antes de responder a la última interrogante es pertinente efectuar una breve digresión sobre el contexto en que prospera. El radicalismo político retoña en las puntas del eje izquierda derecha. Pese a que germina en los polos de dicha díada —y aunque levante banderas ostensiblemente diferentes— tiene rasgos que trascienden las peculiaridades de los extremos de la díada. Por eso no sería del todo aventurado decir que florece en la juntura de los opuestos, es decir, en las antípodas. Así, el radicalismo de izquierda y el de derecha tienen características comunes. Pero puesto que él siempre quiere cambiar de manera sustantiva el statu quo, corresponde calificarlo de izquierda, aunque germine en la extrema derecha.

El radicalismo tiene un modo de hacer política —o, si se prefiere, de instaurar, de derogar o de gestionar relaciones de poder— que lo torna diferente de las otras izquierdas, especialmente de aquellas que son institucionales y socialdemócratas. Él, en cuanto al modo de proceder y al fin general que persigue, se caracteriza por lo siguiente:

1.- Es antisistema en cuanto aspira a infartar las instituciones políticas como, asimismo, a licuar las formas sociales existentes. El orden establecido debe ser destruido desde sus fundamentos, es decir, desde sus raíces. Precisamente en ello estriba una dimensión de su radicalismo. Dicho propósito lo incita a interactuar —y no sólo con los antagonistas— con un formato de juego de suma cero; lo cual implica rechazar a priori cualquier tipo de transacción. Su maximalismo le impide negociar. Por eso es intransigente y abomina de las componendas. Considera a éstas un inexcusable síntoma de tibieza o de amarillismo.

2.- El radicalismo político recusa de los procedimientos institucionales. Aceptarlos significaría validar las formas vigentes y prolongar su existencia. Desde su perspectiva, ello implica legitimar el orden y eternizar la opresión. Por tal motivo, para alcanzar sus objetivos opta por la acción directa. Lisa y llanamente prescinde de los cauces legales, no reconoce autoridades, destruye los símbolos del orden imperante y transgrede deliberadamente las pautas culturales.

3.- Puede tener (o no) una propuesta de orden político alternativo o de reemplazo. Ello dependerá de si es nihilista o teleológico. En el primer caso el desorden es preferible al orden imperante; en el segundo, postula la construcción de un orden perfecto a contrapelo del actual, al que estima radicalmente imperfecto.

4.- Tiene una impronta contracultural, entendida la cultura como un sistema cardinal de ideas, creencias y valoraciones que incardinan el quehacer humano. De ahí su empeño en torpedear las vigas maestras de la configuración cultural vigente. Ello lo incita a entrometerse de manera disruptiva en el devenir libre y espontáneo de la sociedad. Para cumplir con tal propósito procede a socavar el horizonte hermenéutico —es decir, el registro cultural— desde el cual se interpreta la realidad sociopolítica. Si lo logra, podrá barrenar los fundamentos de los usos y costumbres de la época. Su meta es alterar la concepción de mundo (el encofrado de significaciones) de manera sustantiva, es decir, radicalmente. Por tal motivo se afana en manipular el lenguaje, entendido éste como una herramienta que contribuye a interpretar y ordenar lo existente. Le otorga una función casi alquímica. Por eso primero trata de manipularlo y después de controlarlo. A través de él intenta intervenir el acervo de valoraciones vigentes y destruir la actual cartografía axiológica. Si lo consigue, podrá enrielar las emociones y las conductas en la dirección que él desee. Dado que el lenguaje también es un instrumento del pensar, quien se afana en controlarlo capciosamente tiene altas probabilidades de coartar el pensamiento de los demás.

Finalmente, cabe preguntarse, ¿cómo diferenciar al radicalismo político de otros tipos de radicalismos? Casi todos ellos pontifican para el ámbito específico de sus respectivos cenáculos (desde los artísticos hasta los culinarios) y emplean medios que son relativamente anodinos si se los compara con los que utiliza el radicalismo político. A este último le es inherente —al igual que a los movimientos mesiánicos— una energía imperativa que es expansiva y avasalladora. Difícilmente puede haber radicalismo político sin una fuerte dosis de empecinamiento y mesianismo. Él no sólo quiere cambiar la vida de los miembros de la agrupación; también aspira a transformar múltiples dominios de la vida del prójimo de manera compulsiva si es necesario. Pero el radicalismo político, a diferencia del religioso, no opera con la coerción celestial, sino que con la manipulación emocional y la coacción física. Cuando ambos confluyen, lo cual no es insólito, el afán y el potencial de dominación se incrementan de manera significativa.

Luis R. Oro Tapia
Politólogo

OvalleHoy.cl