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Otoño en el Norte Chico

La temperatura a media mañana en los valles interiores del Norte Chico, pese al rocío del amanecer, es intensa. El vaho del zumo de las uvas, el aroma que exhalan las zarandas, el brillo aterciopelado de los duraznos azufrados que han sido esparcidos en las ramadas al salir el sol, la fragancia dulzona del hinojo maduro y el olor a higos indican que es época de cosecha en los valles de Elqui, Limarí y Choapa.

También es el tiempo de la vendimia. Ella tiene atmósfera de carnaval. Los colores florecen desde el fondo del valle hasta el cordón de los cerros y las brisas aromáticas revoltean entre el follaje verde oscuro —de las vides, los durazneros, de los álamos y los sauces— que en pocas semanas se transmutará en amarillo. Es la llegada del otoño. La estación de la madurez y la finitud y de las primeras lloviznas que anuncian la proximidad del invierno.

En el Norte Chico los aromas del otoño conjuran el pesar de la finitud y las herrumbres del tiempo. Los zumos en fermentación ahuyentan las sombras de la muerte y le dan el sí a la vida. En los valles transversales, la vida, la alegría, la jovialidad celebra sus triunfos en otoño, no en primavera. ¡Qué paradoja! Abril está en las antípodas de octubre. Éste es el clímax de la primavera, aquél del otoño, de acuerdo al calendario, pero no en el tiempo psicológico de los agricultores. En el Norte Chico el otoño tiene visos de nochebuena y hasta tiene aires de primavera. La naturaleza brinda sus regalos en abril a los agricultores de la cuarta región. Es el mes en que el ganado baja jadeante de la alta cordillera, con el riñón tapado de grasa, y cuando la leche caprina da su mejor fruto: el queso mantecoso. Las dos últimas semanas de abril y las dos primeras de mayo (cuando las naranjas están pintonas, las paltas maduras y la chicha chispeante) son semanas de abundancia y de borrachera de la naturaleza.

Recuerdo una escena de la década de 1980. Una asoleada mañana de mediados de abril, entre el zumbido de las abejas que sopeaban el almíbar del orujo, la faena de molienda se detuvo para darle la bienvenida a un visitante. Era un señor del pueblo que había devenido en citadino. Hombre de buen talante que venía a empaparse con los aromas de la molienda y a deleitarse con las historias que contaban los viticultores. El anfitrión, animado por la presencia del huésped, ingresó a la bodega en pos de sus exquisiteces. Hurgueteó entre barriles y damajuanas y extrajo una botella de un añejo brebaje etílico.

Una vez descorchada, se inició la conversación con los tanteos típicos de los hombres de campo (“por ahí, por ahí”, “como que no quiere la cosa”), y entre sorbo y sorbo miraban al trasluz del sol abrileño el jarabe espirituoso. El escurrimiento del líquido por el paladar dio rienda suelta a la facundia del dueño de casa y a la del visitante. ¡Qué manera de hablar y confraternizar! Quizás sea el pulso de la misma tierra lo que engendra sentimientos similares o quizás sean los palpitos de la misma sangre. Quizás era el aire, los aromas o el ritmo del día el que los incitaba a parlotear sin mirar el reloj. No sé. Pero no era sólo el alcohol; porque si fuera así, lo mismo pasaría en cualquier bar citadino.

Hasta mediados de la década de 1990, en los viñedos del Norte Chico profundo, el otoño era tiempo de fiesta. La divinidad de los mostos (con su cortejo de embriaguez y chispeante alegría) andaba suelta por los valles transversales, dormitando entre pipas y lagares, animando conversaciones, ahuyentando penas y haciendo reír hasta los taciturnos y retraídos. Un cuarto de siglo después, Baco aún vive. Mejor dicho, sobrevive; pese a la hegemonía de la racionalidad técnica, del utilitarismo y el economicismo imperante en las últimas décadas.

Mirado desde hoy, creo que esas personas experimentaban genuinas vivencias dionisiacas —o báquicas—, en cuanto lograban romper aquello que Friedrich Nietzsche llamaba el sentimiento de individuación y que Erich Fromm, por su parte, denominaba el sentimiento de separatibilidad. Sólo ellos (los que han logrado trasponer el encapsulamiento individual y han podido sumergirse en el río de las experiencias simpatéticas, como diría Ernst Cassirer) son capaces de sentir la genuina compasión y misericordia y, por tal motivo, de confraternizar y de sentir lo que el otro goza o padece. Son, en estricto rigor, experiencias de amor; en cuanto son experiencias de apertura espontánea al otro y suponen una relación simbiótica, aunque fugaz, con los semejantes. Tales experiencias son cada vez más insólitas en un mundo que es predominantemente individualista, racionalista, mercantilizado y mecanizado.

Luis R. Oro Tapia
Carén, Comuna de Monte Patria

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