– ¡¡ Guarda ‘tras!! – Prevenía el cochero a sus pasajeros, al tiempo que agitaba el rebenque con que azuzaba al caballo para obligarle a mantener un trote rápido y brioso. Los niños que íbamos de “pavo” detrás de la “cabina”, sentíamos los temibles correones chistar sobre nuestras cabezas. Estábamos seguros que esos latigazos iban destinados a nosotros.
Hoy, sesenta años después, me doy cuenta que “El Chilla” como era conocido el cochero y toda su familia de la calle Libertad Abajo, lo hacía solamente para atemorizarnos, nunca para dañarnos. Yo creo que él sabía que con el chino Li y el José estábamos al aguaite de la pasada para, sobre la marcha y a lo que nos daban las piernas de un niño de 7 años, encaramarnos en la parte trasera del coche Estos, conocidos en otros lugares como “Victorias”, muy populares en ese entonces, eran el taxi que usaban las personas de los sectores más “vulnerables”. Al llegar a la esquina de Portales, para doblar, el caballo disminuía la velocidad, momento que aprovechábamos para saltar. El Chilla, con su paletó oscuro y su sombrero paisano, haciéndose el que no sabía ná, nos facilitaba la operación
Sesenta años después la calle Libertad Abajo está prácticamente igual.
El cambio arquitectónico, mínimo, lo ha dado la panadería Victoria y la casa, hoy demolida, donde se ubicaba la fuente de soda de doña Dora, lugar donde mi padre solía llevarme a tomar una Bidú. El resto del paisaje, exactamente igual. El almacén de los Tello, a donde teníamos que ir a “peliar” cada vez que llegaba un niño nuevo al barrio. El premio era un puñado de “galletas molidas”, una delicia, de esas que llegaban en grandes cajas de madera terciada.
Al frente, en la otra esquina, el negocio de los Rubina. Más allá Mi Primer Amor el negocio de los Bacic, las “clínicas” del calzado de los Michea, la peluquería de los Flores, el taller mecánico de don Carlos Araya, la frutería de los Thompson, la carnicería del chino Li: otro almacén, el de los yugoslavos y al frente, para variar y siempre por la misma vereda sur, otro negocio, el de los Bonnet. Por la vereda norte, otra novedad, el almacén de Mario Barrios y la chanchería de Lautaro Olivares.
Libertad abajo, calle de mi niñez, escenario de la pichanga con la pelota de trapo, del juego al caballito de bronce, del “tinque”, la “chirulita” y las “calita”. La calle donde el flaco Torrejón nos impresionaba a los más chicos con su habilidad para hacer que el trompo, una vez lanzado y sin que tocara tierra, saltara, como por arte de magia, “sedita”, a la palma de su mano. La calle donde las niñas tiraban “la peña” de maíz mientras saltaban al luche y nosotros, más rudos, nos escondíamos detrás de postes y carretones para dispararnos, cual “jovencitos” del oeste, con nuestras temibles pistolas a fogueo.
El tiempo no ha pasado. Estoy aquí, en los años cincuenta y tantos. En verdad… estamos todos. El Eric, el Víctor Hugo, la Margarita, la Rosa, las mellizas Julia y Dobrila, el Fernando, el Roberto y la Mariluz…..
Despertamos el día con el pito de las 6,20. Después vendrán el de 10 para las siete, el de las siete y el de las siete diez. Es el aviso para que los “mestrancinos” se preparen y estén listos a la pasada del tren que les llevará a su lugar de trabajo. El carro llegará hasta la Silleta y se devolverá recogiéndoles a lo largo de toda la línea para llevarlos a su fuente de trabajo que, según dicen, es una de las maestranzas más grandes e importantes del país. Al mediodía se repetirá la operación. Será el momento en que nosotros, los niños, aprovecharemos para poner los chiches, tapas de bebidas, en la línea del tren para que, una vez que el “pate e fierro” pase sobre ellas, queden planitas y filudas. De esa manera seremos imbatibles en las competencias de “run-run”.
En la tarde, de vuelta de la Escuela 7 y después de la pichanga, anochecido ya, iremos a ver una película que pasarán en el matadero, aquí, a la vuelta de Portales y subiendo a Bellavista. La pared blanca de la muralla hace las veces de telón. Lo primero que pasa “el cojo” es un comercial donde un conejo se lava los dientes. Aunque lo vemos siempre, a los niños nos divierte. El público ve la función de pie en un escenario al aire libre por donde entran y salen de acuerdo a su particular interés. Una vez terminada la película, los grandes le compran pescado frito a una señora que se instala en la esquina norte de Portales con Libertad. Bien abrigada, con un ardiente brasero y su buena sartén vende rápidamente, “calientitas” y crujientes, las ricas y sabrosas presas de pescado.
El día ha terminado. Mientras me alejo de mi calle, veo a la Edith, la hija de don Jesús, con su falda plato y sus calcetines blancos, ensayando unos pasos de rock and roll al ritmo de Bill Halley y sus Cometas. La música sale de un aparatito chico, que se traslada para todos lados. Es la novedad del momento: La radio portátil a pilas.
Me encuentro con la señora Berta, la mamá del Tuco, quien saca el paño que cubre su bandeja y me ofrece sus ricos manjares, barritas fabricadas por don Armando, su esposo, famosas y demandadas por todos los “cabros” de la cuadra.
Mi hermana chica se balancea sobre un columpio que cuelga de la puerta.
Mi madre, en su modestísima cocina, prepara el infaltable plato de caldo para el almuerzo.
A mi padre no le molesto. Está escuchando las noticias del… Repórter Esso.
Ir a la calle libertad abajo, casi sin cambios, es ir al pasado. ¿O…al presente?
Me confundo o es que… ¿pasado y presente… juntos?
¡¿Una sola cosa, un solo todo?!… ¡¡Un solo plano!!
Héctor Alfaro Jeraldo