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Una cuna muy precaria

20 - 10 - 14 mario ortizCuando menos lo esperaba, un repentino y ruidoso vuelo que se abrió paso con urgencia en la estrechez de las ramas de un espino, me mostró lo que parecía una improvisada  estructura de palitos entrelazados con muy poca prolijidad.

Casi sobre mi cabeza, una tórtola chilena había abandonado su nido, sin poder resistir ni un segundo más mi involuntaria cercanía. Al observar la precaria confección, me sorprendió que no se desarmara con el brusco movimiento del ave al impulsar su desesperado vuelo.

Al verla desaparecer velozmente en la distancia sin ningún gesto de querer devolverse, dediqué toda mi atención al nido para evaluar la magnitud del daño infringido por su desaplicado artífice, en su aparatosa huída.

La estructura se veía tan deformada y tan poco consistente que a primera vista pensé que aún no estaba terminada, pero al observarla con mayor detención pude ver desde abajo a través de la rala estructura, dos blancas formas ovaladas situadas en el centro de este desordenado canastillo, que se sostenía sobre las ramas del espino casi por milagro.

Después de observar el nido por un instante, me alejé del lugar para permitir que la tórtola regresara a abrigar sus huevos, pensando que este frágil proyecto de familia columbida no tenía mucho futuro. Me resultaba difícil creer que esa precaria estructura  fuera capaz de sostener por mucho tiempo más a los huevos y mucho menos a los futuros pichones.

Transcurridos algunos días, nuevamente pasé por el sector en donde había visto el nido y aunque no tenía muchas expectativas sobre la suerte de los huevos, me acerqué a indagar. Grande fue mi sorpresa cuando después de la huida de la tórtola descubrí que dos pequeños y frágiles polluelos reemplazaban a los huevos.

Entonces, decidí trepar parcialmente el árbol para observar más de cerca a los recién nacidos. En ese momento me fijé que había un pequeño espacio justamente al lado del nido, por donde podía asomar mi cabeza asumiendo el riesgo de asustar a los polluelos con mi indiscreta proximidad.

Muchas veces había visto polluelos caer de los nidos y por experiencia sabía que era muy difícil reinsertarlos, una vez que descubrían una destreza hasta ese momento desconocida para ellos, el don del movimiento. Sin embargo me tranquilizaba la posibilidad de que por sus pocos días de vida ni siquiera se percataran de mi presencia.

Me deslicé cuidadosamente entre ramas y espinas hasta que mis ojos se asomaron a la intimidad del nido. En ese momento se desplegó ante mí la más tierna escena; dos pequeños y arrobadores polluelos cubiertos por suaves y ralas pelusas amarillas, con ojitos cerrados y movimientos temblorosos, permanecían en su precaria cuna como una inmejorable alusión a la fragilidad.

Mientras mantenía mi inestable equilibrio sobre el árbol, aumentaron mis aprehensiones sobre la capacidad de este rudimentario nido para contener a sus residentes, en la medida que estos crecieran y aumentaran su peso. En ese momento uno de los pichoncitos levantó sus pequeñas alas que más bien parecían muñones inconclusos y luego giró dándome la espalda, como en un gesto de indiferencia ante mi preocupación.

Sin embargo eso no fue todo, a continuación estiró su esfínter como si quisiera darme un beso con su cloaca, para redimir su desprecio. Simultáneamente y para mi sorpresa expulsó una blanca y redonda porción de contenido fecal, que quedó adherida en el borde del nido a pocos centímetros de mi cara.

En un breve lapso de tiempo el segundo polluelo hizo lo mismo, giró levantando las alitas mientras estiraba la cloaca y depositaba una carga fecal en otro sector del borde del nido. En ese momento me di cuenta que otras descargas habían sido lanzadas anteriormente en distintos puntos de la orilla y que con el transcurso de las horas habían cambiado de color oscureciendo su tonalidad.

Entonces comencé a sospechar que esa maniobra no era obra de la casualidad, sin siquiera imaginármelo los propios polluelos me estaban mostrando la solución del problema que me preocupaba. La acción de girar sobre si mismos antes de defecar tenía el propósito de cubrir gradualmente todo el perímetro de la estructura con sus adhesivas eyecciones. Habían iniciado el reforzamiento del nido.

Una semana después volví a visitar a mis nuevos amigos y esta vez me sorprendieron con su rápido crecimiento. Habían duplicado su tamaño y ya eran capaces de detectar mi presencia. En un comienzo, al verme, se mostraron un poco inquietos pero luego se tranquilizaron lo que confirmé cuando uno de ellos giró en un semicírculo y lanzó una nueva feca al borde del nido.

A esas alturas el nido se veía bastante compacto, todo el borde y casi todo el piso estaban cubiertos por una capa de guano seco, que otorgaba a la estructura la firmeza necesaria para contener a sus cada día más voluminosos ocupantes.

Ya no tenía dudas, al ritmo de sus pulsaciones peristálticas estos extraordinarios polluelos se habían hecho cargo de un problema que desde mi ignorante perspectiva, parecía no tener solución. Felizmente no habían motivos para preocuparse de lo que en un principio me parecía una cuna muy precaria.

Mario Ortíz Lafferte
Técnico Agrícola
Guardaparque/Conaf  

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