Voy por la calle y un amigo me detiene para comentarme sobre el tema de Arturo Vidal y si creo que debería haber sido sancionado.
– ¿Cuál es tu opinión, ah?
Y voy por la mitad cuando me interrumpe molesto:
– ¡Na que ver, como se te ocurre.! ¿Es que no has pensado que acá lo que está en juego es el interés nacional…? – dice entregándome su encendido punto de vista.
Y luego se aleja visiblemente molesto.
Minutos más tarde estoy en el Banco y otro amigo, que hace fila en el cajero automático, pregunta mi opinión sobre el tema de los profesores.
Ocurre lo mismo anterior. Cuando se la doy me replica indignado:
– Y yo que creía que eras una persona inteligente! ¿Cuánto ganas tú, cuanto ganas, dime…? Y yo te veo puro en la calle nomás!
Ya no sé qué pensar. Si sigo así me voy a quedar sin amigos.
Cuando regreso a la casa la Gorda, mi esposa, me recibe cansada pero contenta:
– Mira, cambié la ubicación de los muebles. Puse el comedor donde estaba el living… ¿Qué te parece, te gusta?
Observo detenidamente el cambio .
– ¿Sabes Gorda?… sinceramente me gustaba como estaba antes…
Mejor me hubiera quedado callado.
– ¡Claro, no le gusta nada de lo que hago! ¿Sabes cuánto me demoré en cambiar todo? ¿Sabes? ¡Y al perla ahora no le gusta!.
Al contrario de lo que decía el viejo Voltaire ( “No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero me pelearía para que usted pudiera decirlo”) , parece que en este país nadie puede tener una opinión propia, sin que aparezcan otros diez que piensen distinto, no en su defensa sino para funarlo. Y si lo haces por internet, Facebook o twitter, peor aún.
¿Entonces para qué me preguntan, ah?
Mario Banic Illanes
Escritor