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Esto de la cuarentena me está matando.

Me mata estar todo el día encerrado en la casa, trabajando en el computador, leyendo o viendo una película en el televisor, revisando internet, respondiendo mensajes de wassap o recibiendo decenas de memes chistosos de amigos tan ociosos como yo.

Me matan los comunicados de Mañalich en la televisión. Los programas de comidas y de viajes de enviados especiales por el sur de Chile, Egipto y Africa. Matinales que siempre tienen invitado a un “experto”. ¿Experto en qué?

Pero lo que más me mata es salir a hacer las compras.

Es que no es lo mismo de antes, cuando uno iba al centro a recorrer el paseo peatonal deteniéndome a conversar con algún amigo para arreglar la ciudad y el país, y mirar pasar las muchachas atractivas. Mirar las vitrinas y contemplar cosas que jamás te ibas a comprar. Pararse en una esquina a leer los titulares de los diarios y revistas en el kiosco y a charlar un rato con la encargada.

Luego entrar al supermercado a hacer las compras, aunque las dependientas me embromaran porque llevo en la mano la lista que me dio la Gorda mi Esposa.

– ¿No se olvida de nada, don Mario? Revise bien – me preguntaban con ironía cuando pasaba finalmente por caja.

Y regresar a la casa con las bolsas, recibiendo las bromas de los amigos y vecinos cuando me veían pasar:

– Otra vez te mandaron a las compras, pelao macabeo

– SuperMan… pero supermandoneado jajaja.

Y se atacaban de la risa como si fueran chistes muy originales.

Pero echo de menos eso.

Ahora no. El ir al super es un martirio.

Primero hacer una fila de una cuadra en la entrada, separados unos de otros por un metro de distancia, y si uno intenta entablar conversación con la morena que está delante, te mira como si fueras Osama Bil Laden y se retira unos pasos mostrando una expresión de horror detrás de la máscara.

Hasta que llega el momento de entrar y el guardia te embadurna las manos con algo que, asegura, es alcoholgel. “Cinco minutos”, te dice.

En el interior luego somos seis las personas privilegiadas que, transportando un carro, corremos entre las galeras tratando de encontrar en los cinco minutos lo que nos encargaron de la casa, y tratando de no toparnos. Me hace recordar una de esas películas de fantasía que suele ver mi nieta mayor,  y que se llama algo así como los Juegos del Hambre.

Lo peor es el regreso a casa.

Porque, tengo que anunciar mi llegada faltando media cuadra.

Al llegar, el protocolo indica que debo detenerme con las bolsas a un metro de la puerta principal, donde aparece la Gorda, embutida en el mameluco blanco, gorro de goma de baño, mascarilla y un rociador con una mezcla de alcohol gel y cloro en la mano.

Un paso atrás mi hija menor y la Lobita, la nieta de cuatro años observando expectantes.

– Deja las bolsas en el suelo – ordena detrás de la mascarilla. La voz suena como la de Darth Vader de la Guerra de las Galaxias: “Soy tu padre”.

Enseguida rocía cada producto y lo deposita sobre una hoja de diario, con una increíble prolijidad.

Terminada la tarea, se levanta y me mira:

– Ahora, sácate los zapatos y la ropa – ordena.

-¿Cómo me voy a sacar la ropa, Gorda? Si hay gente mirando.

Me queda mirando en silencio , una mano en la cintura. El pie derecho golpeando rítmicamente el piso.

Finalmente acato. Me saco los zapatos y los pongo a un costado de afuera de la puerta.

Luego empiezo a despojarme de la ropa, una a una , hasta quedar en calzoncillos.

– Ahora los calzoncillos – dice ella detrás de la máscara.

– Gorda… ¿Cómo me voy a sacar los calzoncillos? Mira como mira la gente.

Porque a estas alturas hay gente que se ha detenido a observar , con rostros divertidos. Cuchichean entre ellos. ¿De donde salieron tantos? Incluso algunos vecinos se han asomado a la puerta y observan con asombro a la distancia.

– También los calzoncillos.

Cuando finalmente la Gorda me asperja de pie a cabeza, la gente aplaude con entusiasmo. Solo falta que griten un ceachei.

Por eso ahora no me gusta salir a comprar. No como antes.

Y la angustia empieza cuando cada mediodía al salir de la casa y los niños del barrio me ven pasar con las bolsas de compras en la mano en dirección al supermercado, gritan hacia adentro de sus casas:

– Papá, mamá… el vecino salió ya a las compras!!

Esto de la cuarentena me está matando.

Mario Banic Illanes

Escritor.

OvalleHoy.cl