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La agonía de los pueblos

Un pueblo es muchísimo más que una sumatoria de casas contiguas y habitadas. Un pueblo es una comunidad orgullosa de su pasado, preocupada por su presente y comprometida con su futuro. Pero, por sobre todas las cosas, es un grupo humano vitalmente cohesionado que comparte una moralidad común. Por eso, un pueblo es algo así como una madeja de afectos, como una colmena de vínculos fraternales, de simpatías implícitas, de confianzas recíprocas y de penas y alegrías compartidas.

¿Cuántos pueblos quedan en la comuna de Monte Patria? Quizá, ninguno. O, en el mejor de los casos, sólo unos pocos que se cuentan con los dedos de una mano. Pero, cómo, se dirá, si en los últimos veinticinco años se ha hecho tanto por ellos. Por cierto, los caminos polvorientos han sido reemplazados por carreteras asfaltadas, las destiladeras por refrigeradores, los caseríos se han transmutado en poblaciones con alcantarillado y así sucesivamente. El progreso material es innegable. Enhorabuena. Pero, replico yo, el declive de los pueblos, como comunidades humanas, también lo es. Es evidente que las actuales condiciones materiales de vida son muchísimo más confortables que las de antaño. No obstante, la vida anímica y social es ahora más insípida y miserable.

De hecho, cualquier persona, mayor de cincuenta años, que haya vivido al interior de la comuna de Monte Patria —que tenga nítidos recuerdos de cómo era la vida cotidiana en las decenas de pueblos que jalonan los ríos y quebradas— dirá que la vida era dura, pero no ingrata. Son recuerdos que dan cuenta de una vida humanamente satisfactoria o, por lo menos, psicológicamente llevadera.

Son recuerdos que van desde los carnavales veraniegos hasta las conversaciones invernales en torno a un brasero, mientras los contertulios se abrigaban las manos al calor de las brasas. Cualquiera de ellos podrá recordar el juvenil jolgorio de la plaza de Tulahuén, las melodías del festival del río Rapel, el gran baile de Chañaral de Carén, la animada noche de coronación de la reina de Colliguay, entre otras tantas actividades sociales de pueblos vitalmente cohesionados.

Cualquiera de ellas recordará que los vecinos lo primero que hacían al levantarse, apenas despuntaba el día, era abrir la puerta principal de la casa, rociar la calle y enseguida barrerla, todo ello entonando silbidos melodiosos que daban fe de la alegría de vivir. La entrada permanecía abierta todo el día, hasta que la familia se retiraba a descansar, ya avanzada la noche. La entrada acogedora, abierta de par en par, invitaba a pasar a los amigos del hogar sin siquiera anunciarse o, simplemente, diciendo: permiso. Compárese esa realidad con la que se observa actualmente en la cual las puertas y ventanas permanecen cerradas durante todo el día por miedo a los robos e incluso a los asaltos. Hoy en día, las hileras de puertas abarrotadas y la ausencia de transeúntes en las aceras son similares a las fotografías de los pueblos fantasmas. Por las veredas sólo deambula el miedo, la desconfianza y la soledad.

Claramente, ya no quedan pueblos en la comuna de Monte Patria. Murieron durante los últimos diez años de la larga administración de Juan Carlos Castillo. Murieron sin gloria, de manera anónima, al igual que un vagabundo, que un desconocido sin papeles de identidad que no interesa mayormente a las autoridades de turno. Murieron como un pobre diablo abandonado a su suerte. Indigna muerte para pueblos que un día fueron un manantial de civismo, de sana alegría y de amistad. Murieron a manos de poderes extraños que los destruyeron moralmente, ante la indiferencia de los políticos y de los burócratas encargados de velar por el bien de ellos. Tuvieron una larga, una larguísima agonía, pese a las súplicas de los buenos vecinos que se afanaban en prolongarles la vida. Pero por sobre todas las cosas fue una agonía triste y monótona. Se hundieron, lentamente, en su propio ocaso, al igual que un cabo de vela que se resiste a apagarse. De hecho, la administración de Camilo Ossandón se encontró sólo con cadáveres. Su empeño por resucitarlos, claramente, no ha tenido éxito.

¿Cómo llegamos a tan deplorable situación? ¿Quién nos arrojó a los laberintos del purgatorio? ¿Quiénes son los principales responsables? ¿Será posible penalizar a los culpables? Estas son algunas de las tantas preguntas que nos hacemos los que aún no aceptamos la lápida que ha recaído sobre nuestros pueblos.

Las razones del deceso son múltiples. Lo que sí resulta evidente es que las causas del declive de los pueblos hay que buscarlas a fines de la década de 1990 y, obviamente, también en las siguientes. En tales causas tienen su cuota de responsabilidad quienes fueron diputados, gobernadores, alcaldes, concejales y directores de desarrollo comunitario. Este último cargo es clave. En primer lugar, porque es el encargado de velar por la buena salud de la gallina de los huevos de oro y, en segundo lugar, porque el hecho concreto es que la gallina murió. Ni más ni menos: murió la comunidad.

Para dimensionar la magnitud del desastre, sería conveniente, por ejemplo, que se dieran a conocer las cifras de homicidios, suicidios, patologías psíquicas y también de los delitos violentos perpetrados en los últimos veinte años. Quizá nos llevaríamos amargas sorpresas. Con todo, lo más importante es buscar causas y encontrar a los responsables del deterioro de la calidad de vida de los montepatrinos. Los tres candidatos al sillón edilicio (Cristián Herrera, Darío Molina y Camilo Ossandón) algunas interpretaciones tendrán de tales hechos. Si no las tienen, sería el colmo de la frivolidad. Ellos, además, llevan años en política y en algún momento —tarde o temprano— tendrán que asumir la responsabilidad por las decisiones que tomaron en el pasado. No obstante, en última instancia, ello depende de la opinión pública local y de la voluntad de los electores.

Como se sabe, los candidatos referidos no son ni debutantes ni virginales. Son políticos con bastante kilometraje recorrido. Tienen trayectoria. Por consiguiente, se puede evaluar el desempeño que han tenido en sus carreras políticas. Al respecto es pertinente recordar que a los candidatos hay que juzgarlos no sólo por sus buenas obras, también deben ser juzgados por sus errores y, muy especialmente, por lo que no hicieron y debieron haber hecho.

Luis R. Oro Tapia

Carén, comuna de Monte Patria.

OvalleHoy.cl