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La corbata del Asesor y el desagrado del diputado

Desde el “Mito de la Caverna” de Platón hasta H.C. Andersen con “El Traje del Emperador”, se evidencia la miseria humana en cuanto a las apariencias y el juicio estético que, como diría Kant, radica en el sentimiento de placer o displacer del sujeto y no en el objeto en sí y su existencia.

“No sólo hay que ser la mujer del Cesar, sino parecerlo”. Apariencias, simples apariencias aunque no tan simples si tomamos en cuenta que todos vivimos de ellas o en ellas.  Desde pequeños nos inyectan esto de  “Como te ven te tratan” o “Dime con quién andas y te diré quién eres” porque a pesar que, por ejemplo, conocer y juntarse con algún personaje de dudosa moral no te hace necesariamente un inmoral,  lo importante es conservar las apariencias ante una sociedad que en general es (somos) prejuiciosa (os), clasista (s) y exópata (s). 

En un hospital, por ejemplo, andar con un estetoscopio en el cuello  es una especie de laticlave al que otorgamos un juicio estético estereotipado de “doctor (a)», aunque quien lleve el aparatito no tenga necesariamente,  ese  grado académico. A una persona de lentes con un libro en la mano, le otorgamos el pre-juicio de “intelectual” aunque el entendimiento, pensamiento o reflexión de aquella persona no sea del todo profunda como se espera. En un tribunal, alguien de corbata es, estéticamente, un abogado. Una funcionaria de un banco, con su uniforme  institucional impecablemente bien planchado y su pelo tomado («como debe ser” dijo un profesor) esconde cien tatuajes y un amor incondicional a Korn y Marilyn Manson ¿y quién lo imaginaría?

Y por el contrario, mi tatuador, ese de pelo largo, lleno de piercings, ropa negra, es fan de Melendi.  Basta con andar en la calle para hacer juicios estéticos  a diestra y  siniestra, cruzar de vereda si ves a un tipo en apariencia  flaite, aunque vista así sólo por moda. Vivimos en esa constante. Apariencias. Todo se reduce a eso. 

Desde el “Mito de la Caverna” de Platón, hasta Hans Christian Andersen con “El Traje del Emperador”, se evidencia la miseria humana en cuanto a las apariencias y el juicio estético que como diría Kant, radica en el sentimiento de placer o displacer del sujeto y no en el objeto en sí y su existencia. 

Con Platón descubrimos la dualidad entre la realidad más positivista de Comte y las apariencias más anquilosadas en nuestro inconsciente colectivo. En “El traje del Emperador”, descubrimos hasta dónde puede llegar la miseria humana para intentar parecer alguien que no se es y lo que es peor, como el resto de nosotros valoramos  estéticamente aquella falacia, la reforzamos y la validamos.

Ocurre lo contrario con “El Príncipe Feliz” de Wilde, en donde aquel se desprende de las riquezas con las que ha sido adornado para aparentar y poder  ayudar a quienes ve sufrir a su alrededor. Por ejemplo…por ejemp…por ej….No, olvídenlo. No conozco ningún ejemplo así, aunque por ahí debe haber alguien que hace algo parecido y debe ocultarse bajo otra apariencia.

Entiendo absolutamente, aunque sea una contradicción vital, el valor de las formalidades. Sin embargo, también hay que ver de quien viene esta polémica. Usar corbata o no para este “señor”  Urrutia debe ser algo placentero, un símbolo de poder y supremacía; así juzga a las personas, por su apariencia, como todos claro, aunque pocos tienen el historial de pachotadas e inmoralidades que él vive bajo su traje  y su corbata de seda.   

Usar corbata entonces debe ser símbolo de elegancia, respeto, dignidad y confianza pues, después de todo,  Garay, Chang, Jadue, Longueira o aquel del Banco de Talca, la usaron adecuadamente y todos aceptamos que merecían respeto, que eran dignos y confiables. Y ya ven. 

En todo caso, yo también debo usar corbata. Con eso lo digo todo. Las apariencias engañan.

Así somos. Todos. Todos.

Por K Ardiles Irarrázabal

Columnista 

 

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