Salvador Allende ha sido y seguirá siendo recordado y respetado, tanto dentro como fuera de Chile, como un gobernante que intentó llevar adelante un proyecto político que para muchos parecía imposible en la década del 70: avanzar en forma sustantiva en materia de desarrollo nacional y de justicia social, manteniendo los valores y las instituciones propias de la democracia.
Allende irrumpe en la escena latinoamericana y mundial propiciando un proyecto que implicaba transformaciones profundas en la estructura social y económica del país – la reforma agraria, la nacionalización del cobre, la expropiación de los grandes monopolios industriales – pero respetando escrupulosamente la institucionalidad política y todos y cada uno de los derechos civiles, políticos y humanos. Los primeros eran una necesidad nacional y social. Los segundos eran una conquista de Chile y de la humanidad contemporánea, que deberían mantenerse, respetarse y profundizarse, pero jamás avasallarse.
De allí que el proceso que encabezara Salvador Allende enfrentó la embestida brutal de Estados Unidos – cuyos intereses económicos se veían amenazados por las medidas de su programa de gobierno.
La justicia social no es sino la traducción al plano económico de las viejas banderas de libertad, igualdad y fraternidad que fueron implementadas por la revolución francesa y por las revoluciones democráticas del siglo XIX. Banderas inconclusas. Banderas que se arriaron por parte de los pueblos europeos en la mitad de la contienda. Banderas que siguen vigentes. Banderas que buscan desde hace siglos no quedarse meramente en los derechos políticos, escritos en las constituciones y en las leyes, sino que plasmarse también en realidades que definan la vida cotidiana de cada hombre y de cada mujer de nuestra América.
La democracia política, el respeto a los derechos humanos, los derechos civiles y la institucionalidad democrática, a su vez, reflejan el resultado de un largo camino de la humanidad, en que esos valores se han ido consolidando y materializando. A nadie le está permitido retroceder en ellos, sino que todo deben seguir avanzando con ellos y por ellos.
Ese binomio conceptual – transformaciones económicas y sociales, junto con el respeto y la profundización de la democracia política – siguen siendo una formula política vigente e inconclusa, que se recoge con cálida esperanza en latitudes muy diferentes del planeta. De allí la vigencia y el respeto que sigue reclamando la figura y el proyecto de Salvador Allende.
Más de una vez se ha prometido, en todas las latitudes del planeta, la bandera que propicia transformaciones encaminadas a lograr una cuota mayor de justicia social, pero a cambio de sacrificar, o de echar por la borda, todas las libertades políticas conquistadas en la historia precedente. En otras palabras, hacer que la generación presente haga abstracción de la libertad, para conquistar, por esa vía, para las generaciones venideras, un mundo mejor. Esa es una fórmula tendiente a perpetuar dictaduras y a postergar indefinidamente la llegada de la libertad, a menos que el pueblo protagonice nuevas jornadas libertarias.
Nada de eso formaba parte del ideario político de Salvador Allende. Para quien había ejercido durante más de treinta años como diputado y como senador en el parlamento, esa institucionalidad democrática no era en absoluto un mero instrumento para llevar adelante un proyecto político en que esa institucionalidad estuviera ausente o reducida a un mero papel formal o decorativo. Muy por el contrario, ella era parte de las conquistas democráticas del propio pueblo chileno, y también una conquista democrática de la humanidad, plasmada a lo largo de muchos siglos, que su lógica de socialista le mandaba respetar y profundizar. Ese ideario, y la consecuencia entre su pensar y su actuar, es sin duda parte relevante de la fuerza moral que el mundo le reconoce a Salvador Allende.
Y si todo lo anterior fuera poco, la forma como Allende murió – defendiendo con su vida la arremetida de los militares golpistas, y prefiriendo la muerte antes que entregar la responsabilidad que el pueblo le había encomendado – defendiendo, en definitiva, la legalidad que había jurado defender, le elevan moralmente a una altura poco usual en el universo de otros presidentes de América, y de otras latitudes, que a lo hora de defender sus ideales y sus responsabilidades, o salvar a cualquier precio su propia vida, prefieren lo segundo sin vacilar un segundo. El honor sigue, afortunadamente, siendo un valor que el mundo reconoce y respeta.
Ya Es hora que los ovallinos y sus autoridades de una vez por todas se atrevan a rescatar la figura del PRESIDENTE MARTIR, designando al igual que en los principales países del mundo, una avenida principal con el nombre del presidente mártir.
Iván Ramírez Araya.