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Pueblo Viejo de Punitaqui: relatos en blanco y negro

Agradezco a sus autores la deferencia que han tenido de invitarme a presentar, en esta trigésima primera versión de la Feria del Libro de Ovalle, el libro de reciente edición: Pueblo Viejo de Punitaqui. Relatos en blanco y negro.

En el prólogo que hice del libro, señalaba que en mi primer acercamiento al manuscrito había despertado mi curiosidad la expresión Relatos en blanco y negro”. “La razón me la darían los autores: la energía eléctrica llegó a Pueblo Viejo recién en la década de los años 50 del siglo pasado, la mayor parte de las películas que se exhibían en el galpón-teatro eran en blanco y negro, igualmente la fotografía. Entonces el blanco y el negro definen la época en que acontecieron la mayoría de los hechos relatados, en un pueblo de provincia que aún no alcanzaba en aquellos tiempos, el progreso que hoy ostenta”.

Además, no solo había este contraste, sino también dos voces, dos autores: Rodrigo Iribarren Avilés y Jorge Pinto Rodríguez, quienes vivieron en Pueblo Viejo algunos años de su infancia. El resultado es un interesante y evocador conjunto de relatos que nos aporta memoria y luz sobre un antiguo pueblo de la provincia de Limarí, sobre sus gentes, costumbres e identidad.

En su análisis, lo primero que puedo decir del libro es que los relatos van más allá de lo meramente anecdótico, pues sus autores describen sucesos de los cuales fueron protagonistas o testigos, consiguiendo unir exitosamente algo muy difícil de lograr y que generalmente los historiadores evitan, esto es: unir la rigurosidad de la narración de los hechos con la propia experiencia vivida y sentida.

De Rodrigo me permito destacar -no solo por lo atractivo y sugerente de sus títulos sino por el interés que provoca su contenido-, los relatos “El Minerillo”, “Allá la liebre…allá la liebre…”, “De piedra ha de ser la cama…”, “El fin del mundo” y “¡Ay, Estercita!”.

De Jorge Pinto, por la misma razón: “A la Habana me voy”, “Las flores de Punitaqui”, “Los ‘lachos’ de la región y los orígenes de Pueblo Viejo” y “Adiós, Pampa mía”.

La actitud narrativa de los autores trasunta a la vez cariño y nostalgia de un tiempo ido. Se percibe que han disfrutado grandemente con el recuerdo y su escritura.

El libro está muy bien escrito, hay un manejo muy bien llevado de los tiempos de la narración, sus enlaces, pausas y movimientos. Todo esto percibido por el lector en una lectura fluida y muy grata.

Igualmente, la descripción de lugares, personajes y costumbres es muy vívida y sugerente.

En algunos de los 13 relatos de la primera parte, de la autoría de Rodrigo, sobresalen, primeramente, su propio autorretrato, y luego las descripciones que hace del tío Antonio Olivares y la tía Jovita en sus quehaceres en la casa parroquial, pero, sobre todo, el relato de las andanzas del personaje “el Minerillo”.

         Escuchemos el autorretrato de Rodrigo. En breves pinceladas nos describe lo singular de este niño:

“Al poco tiempo de haber llegado a la localidad de Pueblo Viejo, Antonio y Jovita -mis tíos de allí en adelante- recibieron el encargo de criar a un niño ajeno, de unos cinco años de edad, proveniente del caserío de Lavaderos, en el valle de Hurtado. De aspecto flacuchento, un tanto introvertido, tímido, soñador, con mucha imaginación, bastante observador, sin muchos apegos ni afectos, al parecer nada de tonto, y curiosamente enamoradizo a temprana edad”.

Luego nos describe a sus tutores, el tío Antonio y la tía Jovita:

“Me resultaba muy curioso -nos dice- observar algunos elementos del comedor del tío Antonio: servilleteros de plata con sus iniciales; servilletas de tela fina, inmaculadas, de color blanco, que la tía Jovita lavaba sagradamente; panera metálica, lindas y cómodas sillas, y una amplia mesa para varios invitados, ¡a los que nunca vi llegar!”

“Sobre la superficie de la cómoda o mueble del comedor había una campanilla, la que el tío Antonio llevaba a la mesa y hacía sonar entre plato y plato o cuando ya había terminado de cenar. Pero había algo que me llamaba mucho la atención: el aguamanil de loza. (…)  Era una verdadera ceremonia sacramental ver al sacerdote introducir los dedos de ambas manos en el agua y luego proceder, con delicadeza, a secarse con la alba y bordada servilleta.”

“No fue extraño que, un día cualquiera, apareciera por nuestra casa el Minerillo [apodo de Domingo Castillo Araya, un niño de seis o siete años, de situación social muy pobre, al borde del desamparo]. La tía Jovita, que hacía del cristianismo una praxis, rápidamente le entregó afecto y alimento a diario. Así, el Minerillo se convirtió en un comensal más de nuestra cocina. Digo cocina, ya que la tía Jovita, su invitado y yo, casi no teníamos acceso al comedor, lugar reservado exclusivamente para el párroco. Todos los días, la tía Jovita cebaba cuatro sesiones de mates en distintos horarios y con distintos comensales. Partía a las 10 de la mañana, una segunda tanda inmediatamente después de almuerzo, proseguía a la hora de onces y finalmente cuando ya se hacía la noche…”

El tío Antonio se enteró de la presencia semiclandestina del Minerillo en la casa parroquial y temiendo que podría ser un mal ejemplo para Rodrigo por la libertad con que aquel conducía su vida, en cuestión de días prohibió su ingreso.Para salvar esta dificultad “…la tía Jovita ideó una estratagema que a la larga daría buenos resultados. El Minerillo llegaría a una hora determinada, accedería a la casa ya no por la puerta lateral próxima a la oficina del párroco, sino por la puerta principal, distante de la oficina y el lugar ideal para observar si había moros en la costa…”

De estas descripciones, la más curiosa e interesante es la del personaje “el Minerillo”. El autor lo describe no en uno o dos párrafos, sino a través de todo el transcurso del relato y en forma intermitente. Es, por lo tanto, una descripción o retrato en movimiento que solo podemos apreciar en la lectura total del texto, que además es el más extenso del conjunto.

Desde una valoración muy personal, de estos 13 relatos de la primera parte (sin duda, todos literariamente logrados) yo me quedo justamente con el que lleva por título “El Minerillo”, por la calidad humana del personaje y el modo tan emotivo conque el autor se refiere a él.

[La verdad, este personaje entrañable da para escribir una novela. Una novela biográfica o una biografía novelada, ya queramos destacar lo biográfico o la ficción… Es un desafío para Rodrigo, ¿Por qué no?]

En cuanto a los relatos de Jorge Pinto, que forman la segunda parte del libro, son 17 crónicas breves, en las cuales su autor intenta conciliar la perspectiva del historiador -que se supone objetiva y rigurosa en la información de los hechos- con aquella otra de un narrador que nos relata una etapa emotiva y entrañable de su vida en Pueblo Viejo. Intento que logra sortear con maestría y oficio.

Algunos fragmentos para comprobar este aserto.

Cito del relato “Las minas de azogue de Punitaqui”. Aquí el narrador adopta el punto de vista objetivo y riguroso del historiador.

Este debe ser el cuarto relato que escribo sobre las faenas de azogue de Punitaqui. El primero lo hice en un libro ajustado a lo que es propiamente el trabajo de un historiador, que se publicó en los Talleres Gráficos de la Universidad Católica del Norte de Coquimbo hace ya varios años. (…) Lo que haré ahora, es volver a esos textos para dar cuenta de una faena detrás de la cual se escondió una de las grandes estafas del último siglo colonial”.

“Los primeros en abrir el apetito por este mineral fue un grupo de mineros que creyeron encontrar ciertos indicios de su existencia en las cercanías de Andacollo, de acuerdo con noticias que circulaban desde hacía un siglo. Sin embargo, muy pronto el interés se desplazó a Punitaqui, donde, según expertos, era más recomendable centrar las exploraciones…”

Así también en otros relatos: “Punitaqui, tierra de terremotos”, “Ovalle y La Serena”, “Las rutas y senderos de Punitaqui”, “Pintos y Pintillos”, “Los ‘lachos’ de la región y los orígenes de Pueblo Viejo”.

En cambio, en “Adiós, Pampa mía”, “Las flores de Punitaqui”, “El atajo de doña Lastenia”, “A la Habana me voy” y “Mi primer y último rodeo”, la perspectiva adoptada es la de quien ha vivido afectivamente los hechos que relata, por consiguiente, el tono de la narración es más subjetivo, aunque siempre contenido por la presencia furtiva del historiador que está siempre vigilante.

Al respecto, cito:

“La imaginación y fantasía de un niño no tienen límites. Durante mi infancia viví convencido de que el famoso tango ‘Adiós, Pampa mía’ había sido escrito y musicalizado a propósito de ese viaje que emprendí con mi familia a las áridas tierras del norte, cuando dejamos Punitaqui, en 1949. La letra calzaba a la perfección.

Adiós, Pampa mía.

Me voy a tierras extrañas.

Adiós, caminos que he recorrido,

Ríos, montes y cañadas.

Mi pampa era el Estero de Punitaqui y las tierras extrañas aquellas que empezaba a conocer en una ciudad que me separaba irremediablemente de esa tierra querida cuyo verdor se acrecentaba por la aridez de las tierras nortinas”.

LA BUENA INFANCIA Y EL PARAÍSO PERDIDO

Ahora, si ustedes me lo permiten, voy a intentar discurrir brevemente sobre el trasfondo del motivo que tuvieron los autores en la elección de este tema: la infancia vivida y sentida como un “paraíso perdido”.  Porque ¿qué es lo que perdimos cuando se nos va el tiempo feliz de nuestra niñez, sino la vivencia de un estado único, casi intemporal, que llamamos paraíso? …  Al parecer, “paraíso” es la única palabra que se tiene hoy para nombrar lo innombrable, lo absolutamente original, que es la “vida buena” de la infancia.

Todos nosotros hemos vivido alguna vez la experiencia de recordar los momentos más gratos de nuestra niñez, cuando en una reunión familiar o una reunión de amigos se produce, por algún motivo, un ambiente de especial comunicación. Es como si los contertulios volviéramos a reconocernos en nuestra humanidad. Pero esta experiencia, en este contexto, dura muy poco, tanto como la ocasión o el motivo que dio lugar a ella, ya que, al volver al prosaico mundo de los ajetreos y preocupaciones mundanas, se rompe inevitablemente esta especie de reencantamiento.

Distinto es el caso cuando la memoria de estos momentos nos persigue con cierta obstinación, y como respuesta, para hacerla más vívida, nos proponemos registrarla en un escrito -un poema, un cuento, una crónica- de manera de poder reencantarnos nuevamente con este regreso a la infancia. Creo que esto último fue lo que les sucedió a nuestros autores.

Ahora bien, lo cierto es que no todo el mundo comparte esta idea de la infancia vivida como un “paraíso perdido” … Hay autores que la niegan, y tienen sus razones. No siempre los recuerdos de la infancia muestran un mundo feliz, incontaminado.  No todos los niños han vivido esta experiencia tan gratificante. Para muchos de ellos la infancia ha sido una etapa dura, con muchas carencias de todo tipo: familiares, afectivas, sociales.  Para muchos la infancia ha sido una etapa en donde el mundo ha mostrado su rostro más ingrato. En el ámbito de la literatura hay abundante registro de lo que señalo. Sin ir más lejos, en la literatura chilena. Recordemos a Nicomedes Guzmán, con la vida de los niños en los conventillos, en La sangre y la esperanza; Oscar Castro, con la vida de un niño en un prostíbulo, en La vida simplemente; Manuel Rojas con Hijo de Ladrón; Baldomero Lillo con su descripción del trabajo de los niños en las minas de carbón, en Subterra, etc.

En cambio, el recuerdo de la “buena infancia” puede ser entendido como la reminiscencia de un paraíso perdido, memoria en la que siempre nos podemos refugiar cuando, ya adultos, se nos presenta el mundo en su aspecto memos amable; como decía el poeta Jorge Teillier refiriéndose al tema: cuando el mundo se nos aparece “con todas sus miserias”. La infancia es recordada entonces como una etapa en que sentíamos una especial amistad con el mundo, íntimamente vinculados a su entorno y a los objetos que lo pueblan. Las cosas se nos aparecían familiarmente: nosotros, los niños, éramos el mundo.

Ahora, la percepción del tiempo es muy singular en la infancia. ¿Cómo lo percibíamos nosotros durante la niñez? Recordemos…Yo, personalmente, lo percibía -pienso ahora-, lo percibía como una lenta duración, como detenido en su inmanencia. Recuerdo, por ejemplo, que las vacaciones de verano se me hacían largas y cuando, de regreso a la escuela, me reencontraba con mis compañeros, parecía que hacía mucho tiempo que no los había visto… y así en muchas otras ocasiones.

Por eso, para dar cuenta de esta experiencia tan particular, nada mejor que el lenguaje poético -más ampliamente, el lenguaje literario-, porque este nos permite ir más allá de una simple denotación de la realidad, como en la expresión “En mi infancia me maravillaba de las cosas”- nos permite ir, digo, a un lenguaje connotativo que en vez de decir  “me maravillaban”, muestra la maravilla misma haciéndose, es decir, el lenguaje mismo deviene lo asombroso  de las cosas, en ser más recóndito. Jorge Teillier, poeta que hemos citado anteriormente, revive esta experiencia cuando nos la nombra en uno de sus poemas:

         “Cuando las amadas palabras cotidianas

pierden su sentido

y no se puede nombrar ni el pan,

ni el agua, ni la ventana,

y la tristeza ha sido un anillo perdido bajo la nieve

y el recuerdo una falsa esperanza de mendigo,

y ha sido falso todo diálogo que no sea con nuestra desolada    

                 imagen,

         aun se miran las destrozadas estampas

         en el libro del hermano menor,

         es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,

         y ver que en el viejo armario conservan su alegría

         el licor de guindas que preparó la abuela

         y las naranjas puestas a guardar…”

         Amigos, amigas: Para finalizar esta presentación quisiera reiterar la buena noticia que nos alienta a quienes nos gusta la literatura, los libros, la cultura:

La literatura -la palabra- tiene y ha tenido a través del tiempo el poder de exorcizar la experiencia de vivir en un mundo non grato o casi non grato. Nos permite, la literatura, aceptar las falencias del mundo, no para hacerlas nuestras sino para superarlas, y superándolas, contribuir en la tarea de hacer de este un verdadero hogar para el hombre.

Fernando Alfonso Ortiz Carvajal

(Presentación del Libro «Pueblo Viejo: Relatos en Blanco y Negro» en la Feria del Libro de Ovalle)

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