Hoy, cuando Chile conmemora el Día de la Solidaridad en honor al Padre Alberto Hurtado Cruchaga, las palabras de la canción de Jorge Drexler, «Milonga del Moro Judío», resuenan con dolorosa actualidad: «No hay muerto que no me duela / No hay un bando ganador / No hay nada más que dolor / Y otra vida que se vuela». Mientras recordamos al sacerdote que hizo de la compasión su bandera, en Gaza se escribe otro capítulo de un genocidio que desafía la humanidad que decimos profesar.
El Padre Hurtado, como Drexler en sus décimas, entendió que la verdadera solidaridad no reconoce fronteras ni dogmas. «Yo soy un moro judío / Que vive con los cristianos / No sé qué dios es el mío / Ni cuáles son mis hermanos», canta el uruguayo, denunciando lo absurdo de dividir el dolor por credos o banderas. Hoy, mientras bulldozers arrasan campamentos de desplazados en Rafah y niños palestinos mueren bajo las bombas, esas palabras se convierten en un grito ético: ninguna piedra sagrada, ningún muro, ningún dogma vale más que una vida humana.
La solidaridad que nos legó el Padre Hurtado no era abstracta: se ensuciaba las manos en las poblaciones, como hoy lo hacen médicos bajo bombardeos en hospitales de Gaza. «La guerra es muy mala escuela / No importa el disfraz que viste», advierte Drexler. Mientras el mundo debate «derechos a la defensa», los números escalofriantes hablan por sí solos: 40 mil muertos, entre ellos 15 mil niños, cifras que duelen tanto como las que el sacerdote chileno veía en los conventillos de los años 40.
En este día, el llamado es a mirar más allá de nuestro ombligo nacional. Como escribió el propio Hurtado: «Ser solidario es hacerse prójimo del que sufre, sea de la raza, religión o nacionalidad que sea». Gaza nos interpela con la misma crudeza que los pobres de su tiempo: ¿cómo llamarnos solidarios si callamos ante el exterminio de un pueblo? Drexler lo dice sin concesiones: «Y a nadie le di permiso / Para matar en mi nombre».
Que este 18 de agosto no sea solo un ritual de memoria, sino un compromiso activo. Como el moro judío de la canción, como el santo de los pobres, seamos capaces de decir: Ningún dios justifica la masacre. Ningún muro vale más que un niño. Ninguna bandera cubrirá nuestra complicidad silenciosa. La verdadera solidaridad, hoy más que nunca, debe ser incómoda, transgresora y, sobre todo, tan universal como el dolor que pretende aliviar.
Porque, finalmente y como dice el compositor uruguayo: «Perdonen que no me aliste / Bajo ninguna bandera / Vale más cualquier quimera
/ Que un trozo de tela triste».
Por Angelo Lancellotti González
Periodista