El hombre llegó esa tarde a casa y depositó la botella con agua sobre la mesa del comedor.
Era una botella de Coca Cola, de esas grandes desechables, y estaba llena hasta un poco arriba de la mitad. Tal vez algo más. Un agua ligeramente turbia.
– Es lo único que pude conseguir – explicó con desaliento mientras se despojaba de la chaqueta para colgarla en el respaldo de una silla.
Su esposa miró la botella con una expresión levemente decepcionada. Se dijo si el hombre habría tomado algo de ella. Pero no habló. Los dos niños pequeños que había en la pieza observaron la botella preguntándose, esperanzados, que haría la madre con el agua.
– Es lo único que pude conseguir – repitió el hombre.
La mujer fue hasta la botella y, con un embudo de plástico al que aplicó un algodón en el orificio, como un artesanal filtro, fue vertiendo con cuidado el agua en un jarro de cristal que sacó de un mueble. Para no desperdiciar una gota. El agua escurría lentamente, y caía en el segundo recipiente, transparente, perdiendo la opacidad anterior.
Los niños y el hombre miraban la maniobra con fascinación. El niño menor, de tres años, con los pies desnudos colgando de la silla, se humedeció los labios con la lengua.
– Si la hervimos servirá para tomarla – dijo la mujer sin despegar los ojos de su labor.
El hombre sólo miraba, como en un trance hipnótico, el agua que caía en el jarro, gota a gota, sin detenerse.
Esa tarde había recorrido media ciudad hasta dar con un sector de la Villa El Portal, casi al otro extremo, en el que un camión aljibe distribuía agua. Debió hacer una fila, con mujeres provistas de cacerolas y botellas que esperaban su turno ante la mirada de carabineros.
– Usted no es de por acá – lo encaró una mujer gorda, con el cabello teñido de rubio – No tiene por qué estar acá.
El hombre no la miró. Sólo permaneció en la fila con la botella girando entre las manos hasta que le llegó el turno.
Este es parte del primer capítulo de una novela que comencé a escribir en el verano del año pasado. Trata de una ciudad de alrededor de cien mil personas, sospechosamente parecida a Ovalle, que enfrenta la peor sequía de su historia. La falta de agua no solo ha desolado los campos, sino que – por imprevisión de las autoridades – la ciudad está debiendo ser abastecida casi exclusivamente por camiones aljibes, y turnos semanales de suministro de la red una hora cada sector. Una ciudad sin agua para beber, sin agua para la preparación de los alimentos, sin agua para los servicios sanitarios.
Por el momento el texto tiene alrededor de 80 carillas de extensión, pero va a crecer.
Se la he mostrado a un par de amigos que se han mostrado un tanto escépticos del tema:
– ¿Pero puede ocurrir eso en Ovalle? Parece ciencia ficción- dijo uno.
– Está interesante, tienes que terminarla- , dijo el otro, pero con un tonillo sospechoso.
Algo que ocurre con otros conocidos a los que les menciono el libro en ciernes.
Ayer fui tomar imágenes de una fila de mujeres, esperando con un bidón en las manos que se los llenaran con agua de un camión aljibe. Y la escena me hizo recordarla.
Ver la rabia , la impotencia, la angustia, la incertidumbre de no saber cuanto se prologará esta situación, contenida en el rostro de esas mujeres me hizo pensar que algo así también es posible en Ovalle. Ya sea como consecuencia de un fenómeno meteorológico como la sequía, o la incompetencia de una empresa de servicios sanitarios, como Aguas del Valle.
Mientras escribo esto en el primer piso escucho a mi hija menor comentarle a la Gorda, su madre:
– Tengo sed, pero… tenemos tan poca agua!.
Un par de botellones de agua embotellada obtenida ese mediodía en el supermercado, y dos bidones desde el camión aljibe frente a la escuela de la población Fray Jorge. Tal vez en realidad sea poca.
Y recuerdo el párrafo final del capítulo de la novela que escribo:
– Ya está – dijo la mujer finalmente, y todos – la mujer, el hombre, los niños – permanecieron mirando el jarro con agua en el centro de la mesa.
– Ya está – dijo el hombre, asombrado que el agua pudiera ser tan transparente.
Los niños se pasaron una vez más la lengua por los labios.
Es que a menudo la realidad alcanza y supera rápidamente a la ficción. Y sólo nos damos cuenta cuando nos impacta a nosotros, a nuestra familia, a los vecinos. A toda una ciudad.
Mario Banic Illanes
Escritor