El momento más esperado, sobreviene de sopetón el día menos pensado. Cuando ese día llega todo parece posible e imposible a la vez. Una vez que pasa la conmoción inicial, se comienza a separar la paja del trigo, se procede a distinguir el gatillo del proyectil y también los componentes de éste.
Nunca se puede saber de manera exhaustiva cuáles son los motivos últimos
(siempre son varios, quizá, infinitos) de quién o quiénes jalaron el gatillo.
Tampoco se puede conocer cabalmente la complejidad del cúmulo de circunstancias
que explican un comportamiento.
No obstante, es posible entrever algunos de los resortes que ponen en
marcha la acción como, asimismo, explorar parcialmente la epidermis de algunas
circunstancias. Y eso es lo que haré enseguida de manera tentativa.
Los chilenos tenemos una veta de mercachifle, aunque reneguemos de ella.
Quizá no se expresa siempre en un materialismo y consumismo galopante, pero sí
en cierta propensión a la avaricia, al rentismo y al comportamiento interesado.
El neoliberalismo, como régimen económico, es una variante, entre otras, del
capitalismo. Esa variante es la que está hoy en tela de juicio, no el
capitalismo en sí mismo. Excepto, claro está, para los rancios que sienten
nostalgias por vivencias del siglo veinte o bien para los futuristas que
imaginan nítidamente un sistema inédito. En Chile no sólo son capitalista los
grandes empresarios; también lo son, por ejemplo, una multitud de personas que
invierten en bienes inmuebles con la expectativa de convertirse en rentistas.
La rabia es contra el modelo —concretamente, el neoliberalismo—; porque,
por una parte, no fue capaz de dar satisfacción a las expectativas de consumo
y, por otra, porque exprimió hasta dejar exangües a quienes, precisamente, lo
cargaban en sus espaldas y, al final del día, lo financiaban. Los grandes
beneficiarios del modelo se transformaron en algo así como en un quintral. Es
decir, en parásitos que profitan de la savia del árbol y que relucen en su
cogollo —de manera impúdica y ostentosa— no sólo opacando su follaje, sino que
además con riesgo de secarlo.
Los quintrales chilenos, arrebujados en su soberbia, han dado prueba de
altivez y estupidez. Por cierto, ha quedado en evidencia que no tenían ningún
interés en cuidar el árbol del cual se nutrían. Ni los empresarios ni sus
chambelanes, los políticos, lo han cuidado. Por estos días ha quedado claro de
manera absolutamente paladina que la derecha no tiene política ni políticos.
Por una parte, confundió a la política con el marketing y, por otra, imaginó
que un político era un gerente empresarial. Sojuzgaba, pero no dominaba. Ella
se ha comportado, en el último tiempo, como un avaro inescrupuloso y mojigato.
La ética pública ni siquiera la redujo a la moral de los negocios (que tampoco
la tiene), sino que empecinadamente la redujo a cuestiones sumamente alejadas
de la política como lo son los valores íntimos: aborto y cuestiones conyugales
en su variante religiosa.
Pero la protesta no es sólo en contra de la derecha filistea, no es
sólo en contra de Sebastián Piñera y su entorno. El reclamo es en contra de
aquello que indebidamente llamamos la elite. Los que están en el cogollito del
árbol, los quintrales, no ameritan ser calificado de elite. La gente que
protesta pacíficamente, la gente decente, no sólo protesta contra Piñera y su
gobierno, también despotrica contra los parlamentarios de todos los partidos
políticos y también en contra de los miembros del Poder Judicial. Y,
obviamente, en contra de quienes ocupan los sillones del directorio y de la
gerencia en las grandes corporaciones, tanto del sector privado como del
público.
Cuando el neoliberalismo expandió la racionalidad económica a todos los
ámbitos del quehacer humano la existencia devino en cifras que debían calzar en
una planilla Excel; en técnicas de marketing que inundaron la vida social; en
exaltación de la productividad y de los saberes operativos en desmedro de las
humanidades. Así la educación devino en ingeniería docente y las universidades
en empresas. Asimismo, se procedió a glorificar la eficacia de la acción y el
culto al éxito sin importar los medios para alcanzarlo. En fin,
inadvertidamente, creíamos que avanzábamos en la civilización y nos estábamos
sumergiendo en la barbarie.
Por eso no es de extrañase que la protesta pacífica, decente, sea
opacada por los actos de violencia y de vandalismo. Éste no amerita ser
calificado de protesta política, ni social. Es simplemente depredación. Ella no
se dirige en contra del gobierno de turno, ni siquiera en contra del Estado, se
dirige en contra de la civilización. Es la barbarie. Es un tipo de gente que no
respeta las normas mínimas de la decencia. Es la bazofia del neoliberalismo.
Tanto el cogollito de derecha como el de izquierda perdieron el sentido de
la realidad. De hecho, un sector de la izquierda —la relamida y remilgosa y
también la buenista— se olvidó de las condiciones laborales de los temporeros,
de los profesores, de los taxistas, etcétera. Esa izquierda comenzó a alucinar
con esperpentos semánticos (si se debía decir: todos, todas o todes)
e instauró nuevas Inquisiciones. Ese segmento de la izquierda comenzó a
embriagarse, desde hace algunos años, con ideologías que producían las
sociedades capitalistas avanzadas. Dijo, dogmática e irreflexivamente, que el
lenguaje crea realidad; en ningún momento dijo que la realidad crea o modela el
lenguaje. En fin, esa izquierda ultra progresista tiene el mérito de haber
resucitado el pensamiento mágico, prerracional, alquímico.
Ese sector de la izquierda también tiene sus quintrales y sus
quintralas. Algunos de sus integrantes han visto con buenos ojos la orgía de
violencia que campea por estos días. Para justificarla dicen: “equis, es
violencia”; con lo cual desestiman y, a la vez, legitiman la violencia
física de la turba callejera.
Por lo pronto a esta crisis no se le ve salida. Hay un gran punto de
diferencia con la crisis de los años ochenta. Hoy día no hay Iglesia. No hay
ningún cardenal, ni obispo, ni cura que tenga autoridad moral para que pueda
llamar al diálogo. De hecho, hoy en día no hay ninguna institución, ni persona
alguna, que sea un primus inter pares. Actualmente no existe ninguna
entidad que tenga autoridad (autoridad, no poder). Tampoco, por estos días,
existe un poder común de temer. Es, ni más ni menos, que el mismísimo estado de
naturaleza de Thomas Hobbes.
Luis R. Oro Tapia
Politólogo