Radal Siete Tazas, invierno del año dos mil. Durante varios días había estado nevando en ese mágico rincón precordillerano. Todo el entorno estaba cubierto de nieve en varios kilómetros a la redonda de la casa en donde yo vivía, literalmente el mundo estaba completamente blanco.
Los robles y los coigües con sus ramas dobladas por el peso de la nieve, habían perdido su habitual estampa y en algunos casos sus enormes ramas casi llegaban al suelo, obstruyendo los accesos con inminente peligro de desganche. Por este motivo, desde la administración habían llegado recomendaciones de no aventurarse a salir mientras prevalecieran estas condiciones climáticas, a fin de prevenir accidentes.
Una de esas noches profundas, pude captar que la copiosa caída de la nieve había dado paso a la lluvia, lo que anunciaba la llegada de un frente más cálido, que podía ser el preámbulo del aumento del escurrimiento superficial de las aguas al deshacerse la nieve, aumentando las posibilidades de quedar aislado por el corte del camino.
Al llegar la mañana, la lluvia arreciaba y el viento se dejaba sentir trayendo hasta mis oídos las inconfundibles voces del invierno. Al mirar por la ventana, me di cuenta que pese a la lluvia los árboles todavía conservaban su carga de nieve. En ese momento con un ánimo de resignación volví mi atención al interior de la casa para prepararme una taza de café.
Mientras envolvía la taza con mis manos, para calentar los dedos que se enfriaban rápidamente, a pesar de la calefacción de la casa, un tremendo ruido llegó desde el exterior, llevándome una vez más a mirar por la ventana para conocer el origen del estruendo.
Al ver que desde la ventana no podía averiguar lo que había sucedido, abrí la puerta y salí hasta la escala del acceso principal de la casa. Desde allí pude constatar que uno de los árboles del frontis, se había caído por el peso de la nieve, en ese momento y mientras lamentaba lo sucedido me di cuenta que de un momento a otro había dejado de llover. Aprovechando el repentino aumento de visibilidad, me dediqué a mirar el entorno mientras respiraba los gélidos y penetrantes aromas del invierno; En ese momento mis ojos captaron una imagen inesperada y fascinante…
Una silueta sigilosa se desplazaba por el camino frente a la caseta de atención de público a unos ochenta metros de distancia de donde yo me encontraba. Al principio, me pareció ver a un perro muy grande, pero mi mente procesó rápidamente la imagen, su andar felino, su cabeza redondeada, su cuerpo alargado y la curvada longitud de su cola, me llevaron a una inequívoca conclusión, estaba frente a un magnífico león chileno.
El riguroso invierno, me había regalado la posibilidad de ver a uno de los más esquivos habitantes de la montaña, despertando en mí una extraña sensación que debe ser de origen ancestral, una curiosa mezcla de fascinación y respeto, probablemente surgida de algún rincón dormido de mi memoria genética.
De alguna manera, el indiscutible sello de poder que acompañaba cada movimiento de este sigiloso felino, trajo a mi mente la incertidumbre que debieron sentir nuestros ancestros, en los albores de la humanidad, al verse enfrentados cara a cara con grandes felinos, cuando nuestra raza todavía no conquistaba la supremacía en el planeta.
El silencioso puma, caminó tranquilamente en dirección al estacionamiento, que se encontraba completamente inundado, llegó hasta el borde del agua y cuando se le empapó una de sus manos, la levantó y la sacudió en el aire con un gesto para mi gusto, muy felino…
En ese momento y mientras todavía mantenía la mano levantada, giró la cabeza mirando con recelo hacia donde yo me encontraba. Nunca sabré si me vio o solamente captó la presencia de la casa, pero lo cierto es que a partir de ese momento se mostró inquieto y apurando el tranco se devolvió por donde venía en dirección a la montaña.
Una vez que cruzó el camino, haciendo alarde de su extraordinaria agilidad, brincó sobre el cerco aledaño sin tocar ni en lo más mínimo el alambrado, saltando con elegancia y oficio acrobático a toda prueba. Luego desapareció entre los quillayes y avellanillos de una quebrada, dejando como único indicio de su presencia sus impresionantes huellas en la nieve.
Entonces, caminé con expectación hacia el lugar en donde había desaparecido de mi vista y sin querer resignarme a su ausencia, escudriñé una y otra vez con la mirada, la fría penumbra que reinaba al interior del bosque, otorgando a troncos, roqueríos y hojarasca, un halo de misterio fascinante.
Pero a pesar de mis ansias por volver a verlo, el sigiloso puma se había diluido en la maraña vegetal. En ese momento, cifras numéricas implacables trajeron a mi ánimo un sentimiento de pérdida; En los últimos cincuenta años, el ochenta por ciento de la población de grandes felinos del mundo ha desaparecido.
Frente a esta situación, guardo la esperanza de que nuestro magnífico león chileno, encuentre una oportunidad de sobrevivir en las áreas silvestres protegidas, dentro del ámbito de acción de los guardaparques, para que nos siga sorprendiendo con su admirable sigilo, su impresionante agilidad y la fuerza enigmática de su mirada.
Mario Ortíz Lafferte
Técnico Agrícola
Guardaparque/Administrador
Reserva Nacional Las Chinchillas
Foto archivo de Conaf