Lo que comenzó el 18 de octubre tiene visos de Revolución Cultural. Pero nos cuesta aceptar tal posibilidad. ¿Por qué? En gran parte, debido a que los medios de comunicación, en sintonía con los políticos, insisten en abordar el iracundo estallido “social” desde una perspectiva preferentemente episódica o puramente institucional. En todo caso, tal clave de lectura no es incompatible con la opinión que enseguida aventuraré.
La expresión Revolución Cultural incita a malentendidos. En primer lugar, porque se asocia la palabra revolución a copiosos derramamientos de sangre, pero no necesariamente es así. En segundo lugar, porque la palabra cultura suele entenderse de manera cursi —y hasta fifí—; debido a que se la concibe como un ornamento inoficioso; quedando así acotada a la erudición estéril; incluso es reducida a meros conocimientos de salón. Por el contrario, la cultura aquí se entiende como una manera de ser, hacer y sentir. Una Revolución Cultural conlleva una transmutación de las formas, del sentido de realidad y de la sensibilidad. Implica un cambio global de dirección incierta. Esas mutaciones se traslucen en transgresoras prácticas y en flamantes horizontes de sentido; tras los cuales subyacen inéditas valoraciones que dan cuenta de nuevas maneras de asumir, de eludir o de negar las complejidades de la existencia humana. Tales valoraciones se expresan básicamente en actitudes, en gestos, en símbolos y en súbitas intuiciones que movilizan emociones.
Los arpegios de la
Revolución Cultural chilena han instaurado una nueva estética que da cuenta de
una nueva manera de sentir. De hecho, han delineado una estética visual
(coreografías, se dijo despectivamente) y también una estética auditiva (música
y canciones ad hoc). Además, ha instaurado una semántica que usa profusamente
palabras como criminalizar, derechos, discriminación, igualdad, género,
etcétera. Es verdad que son viejos vocablos, pero ahora están cargados de una
emotividad que les otorga de manera implícita un nuevo sentido. Son palabras,
no conceptos. Quizá son sólo consignas autosuficientes, en cuanto son evidentes
en sí mismas para quienes las declaman. Por tal motivo, no requieren de explicaciones,
ni de racionalizaciones, ni de formalizaciones. De hecho, son como un mantra
para los manifestantes.
Es una revolución que
tiene, además, ribetes casi religiosos. Así, por ejemplo, el sentido de
comunidad de los autoconvocados, el retozante bullir de esperanzas utópicas, la
apologética de la violencia que santifica el medio en función del fin, la
liturgia de los viernes en la Plaza Italia, el sentimiento simpatético que
experimentan los concurrentes, etcétera. Quizá todo este pathos cristaliza de manera
emblemática en los combatientes de la denominada Primera Línea. Ellos son algo
así como los nuevos cruzados y, como tales, no están exentos de un aura de
misterio.
Obviamente que, por el
mero hecho de ser cultural, también tiene dimensiones políticas, económicas y
sociales. Pero tales aristas, al igual que el boscoso ramaje de los árboles,
impiden vislumbrar el horizonte. Ello dificulta tener una visión de conjunto.
En tal sentido, no sería del todo descabellado afirmar que, en última
instancia, dichas dimensiones son sólo aristas de algo mayor, específicamente,
de una Revolución Cultural. Su meta, al parecer, sería suprimir el orden
vigente e instaurar una nueva axiología, un nuevo sistema de valoraciones. Pero
nada asegura que tal meta se cumplirá.
La vida y la política no están exentas de las azarosas y paradojales dinámicas que Jorge Luis Borges tan bien describió en su cuento “La lotería de Babilonia”. En dicho relato la vida individual y colectiva está permeada por el azar. De hecho, el éxito puede llevar de manera repentina al fracaso; la opresión a la libertad; el bienestar a la mediocridad; el placer al aburrimiento; éste a la contemplación; etcétera. No existe una serie de resultados predeterminados. Nada es seguro. La libertad es incertidumbre. El poder en vano trata de ahuyentar a ésta y de sojuzgar a aquélla. La incerteza se escapa de las manos del que intenta conjurarla. Por eso, como dice Borges, ninguna decisión es final. Vistas así las cosas, el pronóstico de la revolución en curso es incierto.
Es una revolución
macerada y fraguada por las izquierdas alternativas. Es una contienda por la
cultura; entendida ésta como un sistema cardinal de ideas, creencias y
convicciones. Por consiguiente, es una lucha que se da, en última instancia, en
las profundidades de la psiquis, en los recovecos de la conciencia de los
ciudadanos. En ese espacio se lleva a cabo la disputa emocional e intelectual.
Ahí está el campo de batalla inmaterial. En esta revolución la lucha es,
finalmente, psicopolítica.
Para la derecha es una
“guerra” perdida. Es más, ni siquiera puede interpretarla como Revolución
Cultural, porque no tiene, ni quiere tener, las herramientas cognitivas para
ello. De hecho, insiste en abordar la rebelión en curso como un problema de orden
público o, en el mejor de los casos, como un motín de consumidores
insatisfechos.
La revolución avanza sin
mayores resistencias. Quizá, porque la derecha no quiso hacerse parte, en su
debido momento, en la lucha por la cultura; excepto la derecha ultramontana que
ingresó a esa liza con armas extemporáneas. Armas que ni siquiera fueron
eficientes en los siglos XIX y XX. Dicho de otro modo: en las últimas décadas no tuvo, ni
actualmente tiene, elementos para combatir en ese campo de batalla. Las
mitologías de la derecha están en banca rota; sus técnicas de control están
deslegitimadas, debido a que ya no existen mitologías que las avalen. Sus armas
semánticas, en consecuencia, son ineficaces. Las pocas que en algún momento
tuvo se evaporaron o, simplemente, se transmutaron en espadas de cartón. Así,
por ejemplo, sus llamados a la nación y a la unidad nacional, hoy por hoy,
carecen de sentido, porque el neoliberalismo las pulverizó; el edificante mito
portaleano de la impersonalidad del poder ha sido pisoteado por el propio jefe
de Estado; el mito de la libre competencia ha sido defraudado por empresarios y
políticos afines al sector.
Gran derrota de toda la
derecha, a la cual la arrastró un sector de ella: la derecha filistea. Tal
derecha (materialista, utilitarista y economicista) fue paulatinamente opacando
y fagocitando a las otras derechas. Ella menospreció la importancia del relato
en lo político y, paralelamente, ninguneó el rol de las artes y de las humanidades
en la sociedad. De hecho, en el último tiempo, ha devaluado hasta la enseñanza
de la historia. Sus adalides suelen declarar tras bambalinas, con una mezcla de
sorna y soberbia, que se trata de nimiedades improductivas. Dicen: eso es
música, eso es poesía. Con ello quieren denotar que se trata de cosas inútiles,
de embelecos para ociosos, de oropeles de necios que nada saben de economía.
Esa derecha no advierte que ahora es la cultura quien interpela a la economía y a la política, y no al revés. La derecha filistea es la responsable del naufragio de todo el sector y del descrédito de la institucionalidad pública. Pero ella no quiere asumir su culpabilidad. Sus numerosos puntos ciegos le impiden poner reparo en las causas íntimas de su propio descalabro y de la crisis a la que ha llevado al país. Si ella no efectúa un sincero mea culpa seguirá buscando chivos expiatorios; enemigos anónimos a los cuales inculpar; en fin, seguirá afanada en buscar coartadas para eludir su propia responsabilidad.
Quienes esperan que la
derecha filistea lleve a cabo una autocrítica, esperan en vano. Quizá uno de
los principales obstáculos para asumir su propia responsabilidad sea,
precisamente, su filisteísmo. Éste, entre otras cosas, la torna refractaria a
la influencia de intelectuales afines al sector que la pueden ayudar a detectar
sus puntos ciegos. Basta recordar los esfuerzos, en su momento, de Óscar Godoy,
Arturo Fontaine y Gonzalo Vial y últimamente los denodados esfuerzos de
intelectuales de la talla de Daniel Mansuy, Hugo Herrera y Pablo Ortúzar.
Las
pasiones vehementes incuban los más variados fanatismos con su respectiva
secuela de intolerancia y odiosidad. Ellas, a veces, devoran a sus progenitores
e incluso a sus propios hijos. Una de las maneras más razonables de atenuar el
poder de los fanáticos es, paradojalmente, a través del equilibrio de poder;
pues él incita a la negociación y al diálogo, no a la capitulación. En tal
sentido, es de vital importancia que en esta Revolución Cultural exista una
pluralidad de discursos para que éstos se limen recíprocamente. Sólo así
surgirá un orden pluralista. Inversamente, en la eventualidad de que se imponga
de manera avasalladora el discurso que exuda mayor fanatismo e intolerancia,
inevitablemente arrasará con los discursos disidentes. Por eso es importante
que las derechas, al igual que otras sensibilidades, también participen de esta
Revolución Cultural. Con su participación estarán ayudando a configurar un
equilibrio de poder. Tienen que hacerlo, eso sí, de manera creativa. Para que
esto último ocurra, ellas deben eludir la tentación del camino que conduce al
pozo de las nostalgias, deben dejar de acariciar la idea de una restauración
compulsiva, deben dejar de emplear retóricas gastadas, pero por sobre todas las
cosas deben atreverse a innovar.
En todo caso, la Revolución Cultural (si es que así puede llamársele) en curso, al igual que todo lo humano, no está exenta de los vaivenes de la lotería de Babilonia. En consecuencia, el futuro de ella —al igual que el de sus detractores— es incierto. Tal incertidumbre —que algunos leen como falta de fe en lo que las movilizaciones pueden lograr— resulta ser exasperante; no sólo para los progresistas, también para los reaccionarios.
Luis R. Oro Tapia
Doctor
en filosofía